Domingo Durán

No conocemos su rostro pero guardemos en nuestro corazón su identidad, como él guardó la nuestra.

Los diarios no han publicado fotos de él. Salvo su familia y sus allegados, los demás no sabemos cómo era su rostro. Ya es mucho que sepamos algo de su historia, como lo es que su personalidad y su drama
no se hayan quedado en unas siglas. Sabemos su nombre y su apellido. Sabemos que fue tiroteado en Bilbao un 13 de enero del 95 cuando vigilaba la oficina de los carnés de identidad junto a otro policía
nacional, Rafael Leira, que perdió la vida. Sabemos esa paradoja sangrante: que casi ignoramos su identidad como la de su compañero mientras ambos velaban por la nuestra.

Sabemos que murió hace unos días por las lesiones de aquella olvidada fecha y tras pasar ocho años tetrapléjico en un pueblo de Cantabria. Sabemos lo suficiente para que se nos remueva una cosa por
dentro al pensar en el duro y ominoso silencio en el que esa familia abandonó el País Vasco, cómo cuidaría su mujer de él y de su niña durante el trayecto hacia ese lugar de retiro que habían elegido para
seguir viviendo lejos de la vileza y el odio, cómo les herirían cada calle gris y cada rostro indiferente que dejaban atrás, cómo se le oscurecería a esa pareja la mirada pensando en un sitio que se llamaba Euskadi
donde ya no se les había perdido nada o, mejor dicho, donde lo habían perdido todo.

A los tetrapléjicos les gusta mirar al horizonte, pasan muchas horas así al día. Yo estuve cuidando tetrapléjicos en un sanatorio durante unos meses hace más de veinte años y los recuerdo mirando al horizonte,
como si esa imposibilidad de dar dos pasos cortos por su propia cuenta la compensara su mirada larga corriendo por las ideales lejanías. Sabemos poco de Domingo Durán. Nunca convocó ruedas de prensa ni
manifestaciones para denunciar su injusticia, su obvio caso de tortura, ni recibió avalanchas de firmas ni fue invitado por universidades. Pero no es difícil imaginarlo en una silla de ruedas mirando al horizonte por
una ventana, imaginar a su hija con libros inclinándose para besarlo al entrar en casa y a su esposa ayudándolo a merendar, acariciando su nuca, curándole una llaga que no era física, vendándole el olvido y la
ingratitud si es que se puede vendar eso. Esa ingratitud con la que quienes mandan en el Ayuntamiento de Bilbao hoy le niegan la Medalla de la Villa y se limitan a condenar el atentado con ocho años de
retraso. Aunque sea de una forma modesta y extraoficial, vigilemos nosotros con el corazón la identidad de Domingo Durán. Como él vigiló la nuestra.

Iñaki Ezkerra, EL CORREO, 17/3/2003