Dos hermanos y un relato

Luis Haranburu, EL CORREO, 20/4/12

Con motivo del segundo centenario de la Constitución de 1812 se ha recordado la memorable actuación de Miguel Zumalakarregi en las Cortes de Cádiz. Representando a la provincia de Gipuzkoa destacó por sus convicciones liberales que le llevaron entre otras iniciativas a proponer la abolición de la Inquisición. Miguel Zumalakarregi fue un digno representante de los liberales vascos que soñaban con un País Vasco moderno e ilustrado. Miguel Zumalakarregi fue, también, un notable jurista que llegó a ser ministro de Justicia. Miguel era el mayor de once hermanos entre los que destaca Tomás Zumalakarregi, general de las tropas carlistas que se alzó contra el Gobierno constitucional y murió cuando ponía sitio a Bilbao en la primera contienda civil de los vascos. Miguel era liberal, Tomás era carlista. Miguel fue uno de los padres de la Constitución de 1812. Tomás se significó como estratega en la defensa del Antiguo Régimen. Dos hermanos con historias distintas a quienes el relato histórico ha tratado de modo desigual. Es esta una constante de la historia vasca.

En estos días en los que los vascos hablamos de la necesidad de un relato justo que narre lo acontecido en los últimos cincuenta años de nuestra historia, mucho me temo que la atávica costumbre de maquillar la historia a conveniencia no se repita, en relación a lo que ETA y sus múltiples hijuelas han supuesto para los vascos. Desde los partidos democráticos que han padecido la violencia de los radicales, se insiste en la necesidad de construir un relato fiel que haga justicia a la verdad de lo acontecido, pero desde la izquierda abertzale se insiste en que hay que mirar al futuro y no demorarse en lo ya acontecido. Tal vez lo que pretendan sea ganar tiempo para que una vez olvidado el fragor de los acontecimientos demasiado recientes, poder hilvanar un relato de conveniencia.

Los nacionalismos carecen del rigor histórico, pero poseen una rara habilidad para la construcción mítica. Es así como Tomás Zumalakarregi se convirtió en héroe frente a su hermano Miguel, preterido y olvidado por la historia. El hermano militar, que se alzó contra los ideales de la libertad y la de la equidad, ha sido ensalzado como héroe y aún hoy en día las calles y avenidas de Euskadi llevan su nombre, mientras Miguel, el hermano mayor, es ignorado en el rincón de las crónicas. De la gloria del general carlista se ocuparon, muy pronto, escritores de la talla de Agustín Chao o Camousarry, que vieron incrementada su nómina con poetas románticos como Arrese Beitia o José Ignacio Arana. Tomás Zumalakarregi ha sido ensalzado por la historia nacionalista, mientras que de su hermano Miguel apenas se tiene noticia. Este desigual relato sobre ambos hermanos se explica en parte por la facilidad con que el nacionalismo suele investir a sus héroes, pero tiene también su razón de ser en la pertinaz y culpable ignorancia de los partidos vascos constitucionalistas sobre el pasado.

Lo acontecido con los hermanos Zumalakarregi, me da pie para pensar que el famoso relato del que actualmente se ocupan algunos, no va resultar un modelo de rigor y de decencia. Y digo decencia, porque al fin y al cabo se trata de rendirse a la verdad y no a la mentira, aunque esta venga revestida de ánimos pacifistas. La izquierda abertzale no quiere oír hablar de vencedores y vencidos, pero al mismo tiempo insiste en proclamar la existencia de un conflicto; y aunque se entiende mal la resolución del conflicto sin que haya quien haya perdido o ganado, ellos prefieren esperar para que paulatinamente, y por la vía de los hechos electorales, su sectaria verdad se imponga sobre la verdad de los hechos. No sería la primera vez. Ya ocurrió con las guerras carlistas. Y volvió a ocurrir con la Guerra Civil, que ahora resulta que fue una guerra entre vascos y españoles, ignorando la fundamental verdad de que fue una guerra entre hermanos.

En estos días se nos trata de vender la Conquista de Navarra de 1512 como una guerra entre España y Navarra, cuando en realidad se trató de una compleja escaramuza donde razones religiosas, dinásticas y banderizas concluyeron con la victoria de Castilla sobre los intereses galos. Pero poco importan los hechos, mientras estos sirvan para alimentar el mito y la identidad en la derrota.

Fue Julio Caro Baroja quien llamó la atención sobre la particular identidad del nacionalismo vasco al referirse a la identidad en la derrota. De derrota en derrota hasta la victoria final, la historiografía nacionalista se alimenta de derrotas y victimismos para justificar, en última instancia, la necesidad de su reivindicación.

Europa padeció en el pasado siglo el azote de los totalitarismos. Tanto el nazismo, como el fascismo o el comunismo escribieron páginas que el hombre jamás debería olvidar. Las naciones europeas tienen en su bagaje democrático leyes y normas que penalizan a quienes niegan la historia y siembran la insidia del negacionismo. Francia posee la ley Gayssot para sancionar a quienes niegan la realidad del holocausto y Alemania posee una rigurosa memoria del horror nazi. Tal vez los vascos deberíamos proclamar una norma para que el relato de lo acontecido no esté al albur de un triunfo electoral. Al Parlamento corresponde su proclamación y la ponencia auspiciada por los insurgentes de Aralar bien podría ser su prólogo.

La historia académica que corresponde escribir a los profesionales del relato científico no siempre es la que políticamente prevalece. La historia decente ha de tener el rigor de la disciplina histórica, pero no puede prescindir del impulso moral de una sociedad que ha sido víctima del terror totalitario.

Luis Haranburu, EL CORREO, 20/4/12