Ignacio Gomá-Vozpópuli

Cuando me hablan otra vez de la renovación del CGPJ siento un cansancio infinito. Es como un mal sueño, una especie de día de la marmota en el que se repiten las mismas cosas una y otra vez sin avanzar un solo paso. O quizá una imagen más exacta sería la del cuadro de Goya «Duelo a Garrotazos”, que representa a dos villanos golpeándose con un garrote con las piernas enfangadas –qué palabra más adecuada hoy- hasta las rodillas y sin poder moverse, se supone que acusándose mutuamente y haciéndose daño, pero sin poder salir del fango.

No voy a contar la historia otra vez, porque ya lo he hecho en esta misma publicación. Es verdad que es algo técnicamente complicado para el ciudadano común, pues se mezclan en el asunto la Constitución, las leyes de desarrollo, Europa, los intereses políticos, y el sursuncorda. Pero, en el fondo, la cuestión subyacente no es tan difícil de entender. La gente puede no ser culta, pero eso no significa que sea tonta e ignore lo que le conviene. Y si se trata de sesgos y prejuicios lamentablemente estos afectan a todas las clases y condiciones. En definitiva, podemos no saber muy bien qué es lo que hace el CGPJ en concreto, pero cualquiera entenderá que es bastante prudente exigir que quien tiene el Poder tenga instancias que lo controlen, pues ya se sabe que el abuso no es ajeno a la naturaleza humana, y que cuanto más poder se tenga, más abuso potencial. Y esto no es algo nuevo que se nos haya ocurrido anteayer, sino que es algo constante y que sabios pensadores lo han venido diciendo durante siglos. Que el famoso Montesquieu, que se declaró amortizado en los años 80, a lo mejor acertaba cuando decía aquello de que «todo hombre que tiene poder se inclina a abusar del mismo; él sigue hasta que encuentra límites. Para que no pueda abusar del poder hace falta que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder».

Y no me vale lo de que es más democrático que se elija por el parlamento, porque, sin entrar en detalles, se trata de cumplir la ley, no de votar lo que es justo: esto se hace al votar la ley. Lo demás es politizar

Por tanto, si llegamos a la conclusión de que el CGPJ se encarga de nombrar a los integrantes de los más altas magistraturas del Poder Judicial, aquellas que finalmente van a controlar los excesos del Poder o, simplemente, van a juzgar los delitos que cometan los poderosos, seguro que también colegimos que no es acertado que el CGPJ esté condicionado políticamente por ese Poder, porque entonces nombrarán a quienes les convenga para no estar controlados o para escaparse de las leyes. Y no me vale lo de que es más democrático que se elija por el parlamento, porque, sin entrar en detalles, se trata de cumplir la ley, no de votar lo que es justo: esto se hace al votar la ley. Lo demás es politizar.

Y, como sabemos, esto es lo que ha ocurrido, porque el texto constitucional, aparentemente claro, fue en su momento retorcido –PSOE, 1985- para conseguir que 12 de los 20 miembros del CGPJ no fueran nombrados por los jueces, sino sólo entre jueces pero por el Parlamento, lo que inició una politización de órgano que llega hasta nuestros días, porque cuando llegaron otros al poder descubrieron que se vive muy bien controlando todas las instancias del poder, y que incluso mejor si lo politizamos un poco más a través de las asociaciones judiciales –PP, 2013- siempre que, eso así, respetemos la reglas no escritas del “no vamos a hacernos daño”, así que nos lo repartimos en función de las mayorías parlamentarias y, hoy por ti y mañana por mí, repartimos cargos cuando toque.

Palabras huecas y promesas incumplidas cuando, tras la crisis financiera, el bipartidismo hace agua y las reglas no escritas también. Lo que pudo ser el momento decisivo de la regeneración política y la recuperación de las instituciones que el bipartidismo había pervertido dio paso a una mayor polarización política ya latente desde Zapatero y que tras el interludio de Rajoy se exacerba en la era Sánchez: lo decisivo ya no es lo conveniente para el país a largo plazo, sino que venzan a toda costa los nuestros, tengan la razón o no, porque los otros son malos, inaceptables e inasumibles. Sin disimulos, sin hipocresía, sin vergüenza torera. El hiperliderazgo, unido a unas magras mayorías parlamentarias, ha hecho imprescindible para conservar el poder que se mantenga un estado de movilización permanente de los propios y la aceptación de pactos contra natura, aunque con ello se pierda de vista todo principio y se abandone completamente el respeto a uno mismo, admitiendo como buena cualquier cosa que convenga por muy contradictoria con la realidad o con las propias palabras que sea. Se acepta la autodestrucción institucional y de la nación con tal de que esa autodestrucción la conduzcan los nuestros. Pero esos desmanes no son suficientes para avergonzarse: solo ocurriría si alguien tenga la torpeza de caer en alguno de los tabús posmodernos, tipo beso de Rubiales, racismo o algo así. Pero parece difícil.

Mientras tanto, vamos leyendo en las noticias que estamos en un momento decisivo para la resolución del bloqueo del CGPJ porque se acercan las Europeas y pueden convenir unas pequeñas cesiones de cada parte. Que el PP renuncie a exigir una reforma de la LOPJ que evite la politización (lo que antes no defendía), siempre que el PSOE renuncie a la politización absoluta de una institución del Estado más que le permita desarrollar sus políticas sin molestas limitaciones, a modo de lo que finalmente logró en el Tribunal Constitucional, el CIS, la Fiscalía u otras, con las consecuencias que estamos ahora mismo padeciendo. Y mientras, además del riesgo estructural para las instituciones, más de mil sentencias del Tribunal Supremo pendientes de pronunciar y un porcentaje muy importante de cargos vacantes, lo que puede producir un cambio tan repentino y de tal calado en los órganos superiores de la Judicatura que ocasione cambios profundos de la doctrina de los órganos superiores, con consecuencias insospechadas.

No sabemos el final del duelo, aunque nos va mucho: si seguirán los partidos enfangados dando garrotazos; si una carambola permitirá que sigan existiendo ciertos controles al poder, saliendo ambos púgiles del fango; o si Sánchez, poniéndose el mundo por montera, reformará la ley para desbloquear el CGPJ, o sea, para que el gobierno nombre a todos sin pactar con nadie: que un púgil derrote al otro. Y a la Justicia.