Educar en paz

 

Los detractores del plan de educación para la paz aducen la imposibilidad de hablar de deslegitimación cuando persisten las diferencias sobre qué contribuye a legitimar la violencia. El Gobierno vasco deberá desatar este nudo tirando de su cabo principal: catalogar expresamente qué concepciones y actitudes contribuyen a legitimar la violencia terrorista.

La diatriba en torno al plan de educación para la paz elaborado por el Gobierno Vasco plantea, de entrada, la pregunta de qué pretendía conseguir el Ejecutivo socialista al echar a rodar con tanta seguridad una iniciativa que depende tanto de la anuencia que logre en el ámbito político y en esa parte de la sociedad organizada que es la comunidad educativa. Los objetivos de convicción, por justos y razonables que sean, requieren siempre una estrategia para hacerlos realidad. Es esto último lo que le ha faltado al Gobierno de Patxi López en tan loable aventura. La advertencia de Basagoiti de que el plan saldrá adelante «sí o sí» representa una declaración poco eficiente si de lo que se trata es de ganar para la empresa a sectores menos convencidos.

El Ejecutivo vasco ha cometido errores en cuanto a la gestión de su iniciativa: equívoco rango institucional, confusa intención respecto al plan vigente, difuso liderazgo interno, desordenada tramitación. Ahora tendrá que aprovechar la prórroga de tres semanas que se ha dado con el propósito declarado de intentar el acercamiento con los nacionalistas antes de la aprobación definitiva del plan para identificar claramente qué aspectos del mismo constituyen principios de orden ético irrenunciables, y cuáles son las acepciones o propuestas accesorias.

Esta delimitación podría favorecer el entendimiento con el PNV. A no ser que las objeciones vayan acumulándose en el camino hasta impedir el acuerdo. Porque las carencias y errores señalados empequeñecen frente a los inquietantes argumentos que se están esgrimiendo en contra del citado plan. A la incomodidad inicial mostrada por el PNV -por lo que la iniciativa del nuevo gobierno pudiera contener de reproche hacia la actuación del anterior- se le han sumado consideraciones que, provenientes tanto de los escaños de la oposición como de sectores de la enseñanza, también pondrían en solfa el vigente plan. Una vez exigida la retirada del proyecto resulta difícil entenderse. La enmienda a la totalidad se ahorra precisar desavenencias concretas. No se trata sólo de una reacción de resistencia ante la nueva iniciativa, sino que nos encontramos ante evidentes síntomas de retroceso incluso respecto al plan anterior.

Estaríamos asistiendo al intento de revisión de la Historia cuando ésta todavía no ha podido ser escrita. Cuando parecía haberse reconducido el problema, aflora el eterno debate sobre las causas últimas y las soluciones a la violencia de ETA. Y lo hace precisamente cuando el asunto tiende a darse por amortizado. La insistencia en diluir el terrorismo etarra en un supuesto magma de las violencias que se han producido o se producen en nuestra sociedad olvida que es la única que persiste tras más de ochocientos asesinatos y, sobre todo, la única profusamente reivindicada y justificada. El revisionismo trata de explicar la persistencia del problema no como expresión de la voluntad de algunos conciudadanos, sino como la inextricable consecuencia de un conflicto previo al que no podrían sustraerse ni ellos ni sus víctimas.

El revisionismo opta a menudo por presentar la naturaleza del terror como una cuestión opinable, concediendo a lo sumo la misma razón a quienes lo califican de totalitarismo que a quienes lo comprenden por su afán liberador. La providencial ausencia de actos graves de violencia favorece el olvido; de modo que las víctimas representarían un testimonio incómodo, ininteligible en las aulas.

Pero el entrelineado de la contestación al plan del Gobierno vasco sugiere algo más. Sugiere el establecimiento, en nombre del consenso, de una especie de negociación virtual sobre el origen y el final de la violencia de ETA, al modo que lo concebía Ibarretxe: como una responsabilidad que deberían asumir las instituciones y la sociedad independientemente de lo que hiciera la banda terrorista. En este caso esa negociación virtual se produciría tanto a nivel político como en los claustros de profesores, e incluso en cada aula. Así es como los hechos del terrorismo y la naturaleza de éste pasarían de ser opinables a convertirse en objeto de transacción. El consenso negociado conduciría indefectiblemente a la contextualización del mal y a su banalización, y a la dilución de la culpa individual en una responsabilidad colectiva que se diferiría al conflicto irresuelto.

Hace tiempo que viene produciéndose una discusión casi doctrinal sobre la deslegitimación del terrorismo, que es el eje vertebrador de la propuesta a debate. Sus detractores aducen la imposibilidad de hablar de deslegitimación cuando persisten las diferencias sobre qué contribuye a legitimar la violencia. Aunque, al mismo tiempo, alegan que la violencia ya ha sido deslegitimada socialmente, por lo que apelar a ello presentaría un sesgo partidista. Todo para concluir que es necesario acordar qué significa deslegitimar la violencia, pero después de negar que ésa sea la prioridad.

El Gobierno Vasco no podrá salir del entuerto sin desatar este nudo tirando de su cabo principal: catalogar expresamente qué concepciones y actitudes contribuyen a legitimar la violencia terrorista. Sin esto resulta imposible educar en paz.

Kepa Aulestia, EL DIARIO VASCO, 24/4/2010