Ejemplaridades

Jon Juaristi, ABC, 9/9/12

La censura pública de los comportamientos imprudentes de las autoridades en su vida privada no sólo es legítima, sino necesaria

Es evidente que la concejal socialista de Los Yébenes, doña Olvido Hormigos, no ha cometido delito o falta alguna punible por ley al grabar un spot de los llamados «de contenido erótico» con ella misma de protagonista. Pero el fondo de la cuestión no tiene que ver con la inexistente criminalidad de la conducta de la edil, sino con la legitimidad de la censura pública en casos como éste. Me explicaré: si la víctima de un abuso de confianza semejante hubiera sido una adolescente traicionada por un novio sinvergüenza y granujiento, lo menos que podría exigirse moralmente de los padres de la criatura sería un buen rapapolvo a la niña, acompañado incluso por un castigo práctico —yo, de momento, le retiraría el móvil—, para que aprendiera a no comportarse como una tonta maciza. Doña Olvido no debió de recibir en sus mocedades las lecciones pertinentes, o si lo hizo las echó luego donde su nombre indica, y ahora ya es muy tarde para dárselas. Además, no se trata de enderezar arbolitos: las implicaciones públicas del asunto no se arreglarían en absoluto zanjándolo en el ámbito familiar. Una vecina de Los Yébenes se expresaba así ante las cámaras de televisión: «Si su marido la ha perdonado, ¿quiénes somos los demás para criticarla?». Encomiable actitud. Casi evangélica, diría yo. Con todo, la buena señora se equivocaba, porque lo censurable del proceder de la concejal, a efectos públicos, no radica en el contenido de la grabación, sino en la imprudencia demostrada al ponerla al alcance de quien la colgó en internet, delito o falta (el juez lo establecerá) que supone un innegable abuso de confianza, pero no un atentado a la intimidad. Si alguien ha violado la intimidad de doña Olvido Hormigos ha sido ella misma.

La censura pública de las conductas imprudentes de este tipo en personas investidas de autoridad política no solamente es legítima, sino necesaria. Obviamente, hay diferencias de grado. La imprudencia de un concejal no es tan grave como la de un ministro, pero su responsabilidad personal es la misma. En países serios, como los Estados Unidos, la ejemplaridad pública se lleva a rajatabla, y no (o no solamente) por puritanismo. El presidente Kennedy tuvo un historial amatorio digno de Casanova, pero sus compañeras de fatigas fueron discretas, y ninguna cencerrada popular turbó las alegrías privadas de Camelot. Clinton, en cambio, se hundió por liarse con una becaria zascandil que desmintió sistemáticamente sus desmentidos. Los ciudadanos estadounidenses saben que la autoridad descuidada en sus transgresiones sexuales se vuelve vulnerable a chantajes y amenazas. La imprudencia no es en sí corrupción, pero facilita el acceso a ésta tanto como la desordenada codicia de bienes ajenos.

Ningún vecino de Los Yébenes puede imponer a doña Olvido Hormigos la dimisión de su puesto, lo que no quiere decir que no tenga derecho a pedirla. La concejal habría quedado en una posición honorable de haber mantenido su decisión inicial de presentarla, que equivalía al reconocimiento público de una imprudencia estúpida que ha llevado aparejada la pérdida de la ejemplaridad pública exigible a toda autoridad. En rigor, la única posibilidad de recuperarla era dimitir. No lo ha hecho, amparándose en la campaña exculpatoria a su favor, que ha confundido, como es usual en España, churras con merinas y lo público con lo privado. No se debe poner en cuestión la condición de víctima de doña Olvido, pero eso no la exonera de la parte de responsabilidad que le toca en este grotesco asunto. O no la exoneraría fuera de España, país donde los tontos de pueblo llegan a mucho más que concejales.

Jon Juaristi, ABC, 9/9/12