Torra arriesga a convertirse en atlante de un artículo 155 sin fin

El buque fantasma es una ópera (densa, prolija, de acto único inacabable) de Richard Wagner que escenifica la atribulada historia del holandés errante, el otro nombre de la misma pieza.

Este es un navegante condenado a surcar el ancho mar buscando una salvación imposible, para la que va viendo llenarse la cubierta de su navío de extrañas presencias, atrabiliarias y fantasmagóricas. Acaba mal.

El buque de Quim Torra es fantasmal porque incumple todos los contratos del soberanismo con los ciudadanos: el de un Govern efectivo, el de una gobernanza legal y tangible, el de normalizar la vida, amén de mantener una poética resistencial. Hay demasiado de esto último y escaso atisbo de lo primero.

Por eso pasa lo que pasa y el errante Torra arriesga a convertirse en atlante de un 155 sin fin.

La cubierta del buque se atiborró a los primeros compases de consellers imposibles, ya encarcelados, ya extraterrados: por delegación (de ejercicio imposible); de presencia mágica (por creencia religiosa); de conectividad espasmódica, discontinua y (en la mejor hipótesis) digital.

Todo eso alegraría quizá al feligrés romántico. Pero en poco sería útil al ciudadano-cliente de la Administración. Así que esto no va de democracia, sino de relato en la bruma del Mar del Norte.

Tampoco va de modernidad. Carles Puigdemont —visto lo visto, ya muchos le añoran— se hizo una figura singular machihembrada de antigüallas y nuevas tecnologías.

Porque gastaba una retranca de carlista ancestral; una sorprendente inventiva 2.0 propia de una patrulla dels castors reinventada; un estilo canalla, pero resultón, parejo al del histórico bandolero Roque Ginart (Perot Roca Guinarda), que sedujo hasta a don Miguel de Cervantes.

Por el contrario, en este buque fantasma no hay pócimas ni sueños, ni grandeza, sino pescado hervido. Y a lo sumo, vuelto a hervir. Rebollit.

¿Qué hay, pues? Torra designa (o le designan) nombres para este incierto viaje. Habrá que aclarar cuánto valen, lleguen o no a ejercer; se repesque a alguno o a varios en una posible próxima tentativa de configurar un Ejecutivo que sea presentable. Y admisible por el poder realmente existente.

Analizados en sus propios méritos/deméritos personales, los más acreditados son: Josep Bargalló (Esquerra) que fue conseller primer con Pasqual Maragall, exhibió honestidad y sentido institucional y es difícil encontrar a nadie que hable mal del personaje; Miquel Buch, quien demostró largo tiempo eficacia de buen alcalde en Premià, si bien su reciente trayectoria ha sido más ideológica; y Pere Aragonés, que acreditó pulcritud en Hacienda como segundo de Oriol Junqueras.

Entre los localizados fuera de Cataluña, y presuntos candidatos, las trayectorias —más allá de los sentimientos que convoca su infortunio— son muy limitadas. A Josep Rull le acompaña un esforzado pero inoperante seguimiento puntilloso de las obras públicas propias y ajenas, además de una apreciable sonrisa permanente.

Pero Jordi Turull nunca dejó ningún legado en sus muchos años en política, salvo su febril sectarismo pujolista. Lluís Puig es un conjunto vacío: experto en cultureta subpopular, ni siquiera abrió un expediente en su efímero mandato. Y los resultados de Toni Comín en las listas de espera hospitalarias son menos halagüeños de los que propala.

De los demás, Elsa Artadi es una economista neoliberal aplicada pero con tan escasa obra académica como polítca; Ernest Maragall luce apellido mítico y Ester Capella es una diputada al Congreso agresiva y faltona. El resto acusa perfil escaso.