El crack-up

GABRIEL ALBIAC, ABC – 06/11/14

· Ni bolivarismo ni peronismo cumplen las sintaxis completas del nazismo, aunque ambos sean tan herederos de él.

Lo igual se dice de lo distinto. Siempre. Sobre ese axioma alza Platón el más alto monumento a la inteligencia y el más perenne. Él lo llama filosofía. Lo igual se dice siempre en lo distinto. Y ahí, las paradojas del ser y el movimiento dejan de ser un ingenioso juego gramatical para abrir el abismo al cual Aristóteles habrá de llamar filosofía primera y nosotros metafísica. Lo igual es lo distinto. Sin esa previa cautela, hablar sería imposible. Imposible, pensar. Hablar, pensar, es anudar cosas diversas en palabras únicas: ordenar lo disperso.

Lo distinto: crack de 1929, recesión de 2008. Lo igual: el desmoronamiento, la extinción del sentido.

Francis Scott Fitzgerald, que pudo ser el más grande de los escritores del siglo veinte, antes de que derrumbe y alcohol hicieran de él el más brillante, da a esa puerta sobre la nada su nombre metafórico: crack-up. Crack-up son esas líneas tenues que, al cuartear la superficie de una porcelana, anuncian su destrucción sin consumarla. Y hacen de ella escombro anticipado. Y pueden también –¿quién ignora eso?– aumentar su belleza.

«Y me rompí como un plato viejo», escribe Fitzgerald. En 1936. A siete años del estallido que se llevó por delante su mundo en 1929. Porque solo en la distancia que pone el tiempo puede un hombre percibir que se ha roto, que las grietas fueron cerrando sus mallas y que nada volverá ya a ser lo mismo. Es una de esas demoliciones, escribe, «que uno no nota hasta que es demasiado tarde…, que se producen casi sin que uno lo advierta y se perciben bruscamente». Cuando la porcelana, tan inmaterial, de la vida estalla.

La grieta se había abierto en Wall Street, un jueves negro de octubre de 1929. Se llevó por delante a una generación dorada, cuya melancolía Fitzgerald había retratado mejor que nadie. Horadó pacientemente los esmaltes de la vieja Europa. Avanzó con la paciente lentitud de lo inexorable. Trazó mallas invisibles. Austria quebró. Quebró Alemania. Todo era oscuro y en apariencia estancado. Luego, 1932. Y el estallido: la irrupción electoral del nazismo. La llamarada populista, sobre la cual un demente cabalgó la paranoia centroeuropea, fue juzgada por todos anécdota transitoria. «Nos las arreglaremos bien con esos simpáticos muchachos», proclamaba en esa fecha Oldenburg-Januschau, con la jovialidad de los viejos conservadores que todavía no se habían apercibido de que estaban muertos.

Seis años después de abierta la gran recesión de 2008, todas las cartografías del sentido se desmoronan: eso dice el CIS. Pero no es cosa de España solo. Los populismos que ahora emergen no pueden ser confundidos con los fascismos de entonces. Son derivas benévolas del totalitarismo. Por completo distintas al horizonte bélico sobre el cual daba la lógica de los años treinta: ni bolivarismo ni peronismo cumplen las sintaxis completas del nazismo, aunque ambos sean tan herederos de él. Por completo iguales, en el rechazo de cualquier racionalidad política que busque poner mesura en el furioso estallido de sentimientos humillados: Auden daba la clave de los fascismos –pero lo es de todo populismo– en esa afectivación de la política.

Es el crack-up. No una quiebra económica, no política. Es cada uno de nosotros, que somos ya sin cura loza cuarteada: almas desnortadas a la espera de nada. Y en esa nada siempre prolifera, silencioso, lo peor. En 1932. Y ahora.

Porque lo igual –ahí nació esa reliquia a la cual llamamos aún filosofía–, lo igual es cuanto se puede decir de lo distinto.

GABRIEL ALBIAC, ABC – 06/11/14