El diablo en los detalles

ABC 31/03/17
IGNACIO CAMACHO

· El permiso de Txapote ofende la memoria de las víctimas y deja la sensación impotente y amarga de un sarcasmo

FUERON dos tiros en la nuca. Calibre 22, con una pistola jamás encontrada, a cañón tocante. La víctima tenía las manos atadas con un alambre. En julio hará veinte años pero nadie en España ha olvidado aquella siniestra tarde. Porque de todos los crímenes de ETA, el de Miguel Ángel Blanco fue el que más conmovió a la nación, estremecida tras 48 dramáticas horas de cuenta atrás que no conmovieron a unos asesinos incapaces de apiadarse. Nunca la repulsa al terrorismo fue más intensa, más vehemente, más sentida ni más unánime.

El tipo que disparó se llama Javier García Gaztelu y su alias, Txapote, figura en la historia universal de la infamia. Lo merecería sólo por aquel maldito día de verano en Lasarte pero el suyo es un largo y macabro historial de sangre. Organizó, ordenó o cometió los asesinatos de los políticos Gregorio Ordóñez, Fernando Múgica y Fernando Buesa; de Alfonso Morcillo, policía municipal; de los guardias Irene Fernández y José Ángel de Jesús; de los concejales José Luis Caso, José Ignacio Iruretagoyena y Manuel Zamarreño; del periodista –ay, aquel desolador paraguas rojo volcado bajo unos soportales de Andoain– José Luis López de Lacalle. Fue actor principalísimo de los terribles años de plomo, en los que acumuló delitos penados en conjunto con cuatro siglos y medio de cárcel. Jamás ha mostrado un leve atisbo de arrepentimiento ni una leve fisura de pesadumbre; en los numerosos juicios a que fue sometido mostró ante los deudos de sus víctimas una hostilidad ceñuda, gélida, cruel, desdeñosa, desafiante.

Esta semana, el juez central de Vigilancia Penitenciaria le ha otorgado, contra el criterio de la junta de tratamiento de la prisión donde cumple condena, un permiso especial para acudir a ver a su impedido padre. La Fiscalía no se ha opuesto; agarrada al escrúpulo normativo, la representación jurídica del Estado se queda al margen. Insensible al sentimiento de agravio y rabia de las víctimas, a su removido dolor, a sus punzadas morales. El matarife tiene derecho, sostienen los juristas, aunque sea un derecho que desasiste la razón de los inocentes en beneficio de los culpables. El verdugo sólo saldrá unas horas, y escoltado, pero a menudo el diablo se esconde en los detalles.

No hay mucho que decir. Sobran los comentarios. La trascendencia del asunto, grave o leve, se encierra en su propio relato. El de un pequeño pero simbólico ultraje a las víctimas de nuestro holocausto. El del desconsuelo estéril de las familias de Miguel Ángel, de Gregorio, de José Luis o de Fernando. El de una rutinaria gracia penal cuya intención compasiva contiene la evidencia de un escarnio. El de una decisión de la ¿justicia? que ofende la memoria, banaliza la tragedia y deja en la conciencia social la sensación amarga de un sarcasmo. El del resquemor moral, penoso, desabrido e impotente, de otro fracaso.