El ébola de Camus

ABC 08/08/14
DAVID GISTAU

· Con las enfermedades tercermundistas ocurre como con el terrorismo después del 11-S

LOS ejércitos de Aníbal ya coquetearon con la idea cuando comenzaron a arrojar al enemigo vasijas repletas de serpientes venenosas. Los mongoles de la Horda Dorada perfeccionaron la técnica durante el asedio de Caffa, cuando catapultaron dentro de la ciudad los cadáveres de sus propios soldados muertos de peste para propagar la enfermedad. La historia recoge otros episodios semejantes a este ensayo de guerra bacteriológica artesanal. Y de todos se desprende la misma sensación: más dañino que la enfermedad era el estrago psicológico que provocaba temerla, contemplar cómo caía literalmente del cielo.

En España era posible detectar ayer un miedo semejante a aquél, sólo que agravado por la ignorancia y la mezquindad. Mientras un misionero septuagenario era evacuado y traído a casa con el compromiso de salud conocido por todos ustedes, esa emulsión de cobardía que es buena parte de nuestra sociedad exigía sin ningún reparo que al sacerdote se lo dejara morir extramuros como si su avión representara al Tercer Mundo catapultándonos sus horrores para contagiárnoslos. Se desataron ficciones apocalípticas que demuestran el daño que ha hecho el cine de serie B al colmar los huecos culturales dejados por la mala educación en toda una generación más familiarizada con los zombis que con los misioneros. Y no me refiero sólo a las excrecencias habituales y a los aventadores de odios. El café se me paralizó camino de la boca al asistir a la deliciosa conversación de dos tertulianos matinales, uno de los cuales explicaba al otro que la semilla de nuestra extinción ya estaba dentro y que sólo con que te respiraran cerca podías darte por perdido. A partir de septiembre, los supervivientes tendremos que organizarnos en partidas de ladrones de gasolina armados con puntas de sílex, sépanlo.

Con las enfermedades tercermundistas ocurre como con el terrorismo después del 11-S: a lo único a lo que se aspira es a mantener esas formas de muerte al otro lado de la muralla mental de Occidente, de su egoísta paranoia de la seguridad propia. Lo que ocurra más allá de esa muralla es un mero antojo del destino por el que tampoco vamos a discutirle espacio a una noticia de fútbol. Ahora, que el sacerdote no entre. Que no desafíe las convenciones de la distancia, y menos él, que por tratarse de un religioso debería avergonzarse del afán de vivir que lo vuelve molesto en vez de abrazar la lógica del martirio. Éstos quieren que los misioneros canten salmos de resignación ante el virus como los cristianos de «Quo vadis» ante los leones. Y como Miguel Pajares se ha resistido a hacerlo, la picadora de carne ya se ha ocupado de divulgar la idea de que un hombre que se fue de misión y no ha hecho otra cosa en su vida más que darse a los demás poniendo en peligro su existencia en realidad es un privilegiado al que la demagogia señala como culpable de la cola que tiene que hacer en el ambulatorio esa señora a la que le duele un juanete.

Ni siquiera pienso que la religión maneje en monopolio la bondad o la solidaridad. Supongamos que el sacerdote Miguel Pajares es en realidad el doctor Rieux. Y que su África, en la que contrajo el virus, es aquel Orán infectado por la peste en el que Camus encontró motivos para decir que al final el hombre se salva porque en él predominan las cosas buenas. Si eso aún podemos decirlo, es por gente como Miguel Pajares, desde luego no por sus odiadores. Ni por los cobardes que, atendiendo sólo a su miedo, de las desgracias ajenas dicen: «Que se jodan».