El enemigo habitual

ABC 09/10/15
DAVID GISTAU

· Cuán cerril resulta el desplante de la izquierda que deja en sus escaños banderas que representan contracciones nacionalistas

COMO francés, soy del tiempo que vio a Mitterrand y a Kohl cogidos de la mano ante el osario de Douaumont. La generación de la segunda guerra mundial, Francia y su «enemigo habitual», construían juntos Europa a base de extirpar resentimientos y nacionalismos. Francia y Alemania, hace dos días, Hollande y Merkel: «Le nationalisme c’est la guerre». Como español, creo que la Transición y la corrección de la anomalía española no se terminaron con el fracaso del mostachudo golpe folclórico ni con la victoria electoral de Felipe González: acabaron con el ingreso en la UE. Que no se haya cultivado en la memoria la importancia de estos dos acontecimientos explica en parte las ínfulas constituyentes de aquellos que creen que todo empieza con ellos y que el pasado inmediato es por definición un error o un entramado mafioso.

Ante esta visión, cuán cerril resulta el desplante de la izquierda que deja en sus escaños europeos banderas que representan contracciones nacionalistas –¡reducirse a una Galicia hermética de estrellas rojas!– o anacronismos envenenados precisamente por los odios que la generación del 45 quiso purgar en Europa cuando ya era tarde para salvar de ellos a millones de muertos en las dos grandes guerras nacionalistas. Y en otras libradas entre ambas pero indisociables de ellas, como la española. Qué oscura fascinación es la que impide comprender a políticos jóvenes hasta qué punto son personajes residuales que se echan sobre la espalda una tradición genocida. Igual de incomprensible que ese depósito de rencores que es el lepenismo, la última mutación de la Francia de Vichy y de la Cagoule, la que ayudó a la SS a quemar vivos a sus propios hijos en Oradour, la que los metió en trenes hacia Treblinka, adonde las mujeres, engañadas, llegaban maquillándose sin saber que veinte minutos después serían humo.

Otra cuestión más frívola es la de los morritos que Pablo Iglesias puso a Felipe VI en el Parlamento Europeo. El mismo personaje que acudió antaño al besamanos para regalarle vídeos y amigarse. El que se veía como un actor junto al Rey de la Segunda Transición. El que se hizo transversal e institucional como Carrillo después de quitarse la peluca. El que hacía como que viajaba desde otra guerra a otra reconciliación arrastrando consigo a millones de derrotados. Pobre infeliz. Ahora, desinflado como proyecto de poder, abandonado por quienes se sienten estafados por él y por quienes no le compran las imposturas, vuelve a aspirar a ser un jefecito radical, de caserón «okupa», de remedo chavista, que cuida su minifundio haciéndose el sietemachos con el Rey. Es un estertor político. El del hombre que regresa a las sentinas periféricas de las que nunca debieron salir todos estos zombis de la anti-Europa que resucitaron porque los convocó un conjuro: la palabra crisis. Las manos cogidas de Mitterrand y Kohl. La adhesión a Europa de una España con voluntad de ser una rutinaria democracia europea. Que cualquier otra llamada nos sorprenda atados al mástil.