ELISA DE LA NUEZ-EL MUNDO

La autora sostiene que el juicio del ‘procés’ ofrece plenas garantías y recuerda que es un proceso penal no para juzgar ideas, sino para determinar si la actuación de los líderes secesionistas fue constitutiva de delito.

DECÍA EL MAGISTRADO del Tribunal Supremo de EE UU, Louis Brandeis, que en democracia el cargo más importante es el de ciudadano. Pero para ejercerlo bien se precisa una mínima formación, particularmente en asuntos jurídicos y económicos, por la sencilla razón de que su falta puede ser aprovechada fácilmente por demagogos y populistas de toda condición para introducir confusiones interesadas en beneficio propio. Cuando lamentablemente muchos dirigentes políticos carecen de principios y no tienen demasiados problemas en lanzar medias verdades o incluso en mentir descaradamente a sus electores, es esencial disponer de los recursos adecuados para identificarlas. Quizá el apoyo al Brexit o al proceso de secesión unilateral en Cataluña no hubiera sido tan alto de haber tenido los ciudadanos no sólo más información sino, sobre todo, más formación. Me refiero a la necesidad de manejar unos conceptos jurídicos básicos sin las cuales es difícil formarse un criterio sobre ciertos mensajes políticos que suenan muy bien ya se trate de «recuperar el control» o del «derecho a decidir». Lo mismo que sin una mínima formación jurídica es probable que un empresario poco escrupuloso nos proponga firmar un contrato abusivo, es fácil que un político populista nos proponga la secesión unilateral de un territorio sin tener que asumir ningún tipo de costes. La realidad puede ser muy distinta.

El ejemplo más evidente –aunque no el único– es el juicio oral que se sigue actualmente en el Tribunal Supremo contra los dirigentes independentistas del procés. Lo primero que hay que decir es que a pesar de su enorme trascendencia política, mediática y hasta emocional es precisamente eso: un juicio. En este caso, se trata de un juicio penal para determinar si determinadas actuaciones (recordemos que lo que se juzgan son hechos, no ideas) son o no constitutivas de delitos como sostienen las acusaciones y niegan las defensas. Y las herramientas de las que disponen los jueces para alcanzar una decisión son esencialmente técnicas; se trata de las reglas formales y materiales recogidas en nuestras normas procesales y en nuestro Código Penal. En base a estas normas –bastante complejas técnicamente y aburridas para los legos en Derecho– los magistrados decidirán si los hechos enjuiciados (aprobación de las leyes de desconexión con el Estado en el Parlament los días 6 y 7 de septiembre de 2017, celebración del referéndum prohibido por el TC el 1 de octubre de 2017, declaración unilateral de independencia del día 27 del mismo año, etc.) encajan o no en los tipos penales de rebelión, sedición, malversación de caudales públicos o desobediencia como sostienen las acusaciones.

Afortunadamente para todos (empezando por los acusados) los siete magistrados del TS que componen la Sala están muy acostumbrados a manejar estas herramientas profesionalmente. Más allá de lo que se opine sobre el sistema de selección de los magistrados lo cierto es que al Alto Tribunal sólo pueden llegar profesionales con muchos años de experiencia adquirida precisamente en el manejo de estas normas procesales y materiales. Es poco probable que se dejen influenciar por el ruido exterior; es más, casi me atrevería a decir que cuanto más ruido exterior haya fuera menos eco tendrá dentro. Otra cosa es el ruido que se haga en la propia Sala. En ese sentido, sorprende un tanto que algunos abogados de los acusados hayan dado preferencia a líneas de defensa claramente políticas sobre las técnicas; puede ser una estrategia razonable desde un punto de vista electoral o partidista, pero puede resultar contraproducente desde el punto de vista procesal: casi parece que no existe más línea de defensa que la de denunciar el propio marco legal y judicial como ilegítimo. Por otra parte, está claro también que –al menos en cuanto a la supuesta vulneración de derechos fundamentales de los acusados– se considera a la justicia española como una especie de trámite engorroso que hay que sortear para alcanzar el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo. Conviene recordar que el TEDH es un órgano judicial que no es una institución de la UE (no debe de confundirse con el Tribunal de Justicia de la UE), sino un tribunal internacional ante el cual puede acudir cualquier persona que considere que se han vulnerado los derechos reconocidos en el Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (CEDH) por un Estado miembro del Consejo de Europa, pero siempre que previamente haya agotado los recursos judiciales disponibles en dicho Estado. Según el informe España ante los tribunales de justicia europeos, el nuestro se encuentra entre los países con menos condenas de dicho tribunal, con una media de seis por año, lo que nos sitúa como uno de los países del Consejo de Europa con la ratio más baja de condenas en relación con su población (junto con Reino Unido, Alemania u Holanda).

En definitiva, no es lo mismo que sea Oriol Junqueras quien proclame que estamos ante «un juicio general ante el independentismo» (expresión que recuerda «el juicio general contra el PP» del que hablaba Rajoy sobre Gürtel) o que lo diga su abogado. Para bien o para mal –pienso que para bien– nuestros jueces, procedentes de un sistema de oposiciones meritocrático, tienen muy claro, aunque sólo sea por deformación profesional, que hay que dar prioridad a lo que dicen las leyes, la jurisprudencia y las normas procesales sobre otro tipo de consideraciones extrajurídicas. Lo que es una importante garantía en juicios con un fuerte componente político y mediático dado que en los tribunales no se está para hacer política sino para aplicar el ordenamiento jurídico. Aunque resulte menos excitante.

Cierto es que la presencia de Vox como acusación particular puede contribuir a que las consideraciones extrajurídicas no sólo procedan de las defensas, sino también de la acusación. No obstante, la presencia de la Fiscalía y de la acusación particular de la Abogacía del Estado puede servir de contrapeso a las tentaciones de utilizar el juicio como una plataforma mediática por un partido populista en ascenso. Por último, el hecho de que la Abogacía y la Fiscalía discrepen en cuanto a si los hechos constituyen un delito de rebelión o de sedición garantiza que esa cuestión técnica (una de las más discutidas por juristas y no juristas) será objeto de un análisis jurídico exhaustivo. En ese sentido, no deja de resultar interesante que para los independentistas sea una cuestión de principio no aceptar la tipificación de los hechos como rebelión. La diferencia para las personas acusadas es muy relevante en términos de duración de la pena; pero desde el punto de vista político no lo parece tanto, puesto que al final con o sin violencia se ha subvertido el orden constitucional y la aplicación de las leyes, que son los bienes jurídicos que protegen los tipos penales tanto de rebelión como de sedición. No en balde el delito de rebelión está comprendido en el capítulo I del título XXI del Código Penal bajo el epígrafe delitos contra la Constitución y el delito de sedición en el capítulo I del título XXII bajo el epígrafe delitos contra el orden público. Realmente, podemos decir que lo que se está protegiendo con estos tipos penales es el Estado de Derecho ante los más graves ataques que puede llegar a sufrir y de lo que no podemos dudar es la gravedad de los que se produjeron en Cataluña durante el otoño de 2017.

TAMBIÉN ES CUESTIÓN de principio para los independentistas (y para muchos ciudadanos catalanes que no lo son) la resistencia a aceptar que lo que se produjo fue un golpe de Estado (más o menos fallido) a la vista de la definición clásica del concepto realizada por Kelsen. Según el famoso jurista austriaco, una revolución en sentido amplio (que abarca también el golpe de Estado) es toda modificación no legítima de la Constitución al no efectuarse respetando los procedimientos previstos en ella para su reforma. Por eso, desde ese punto de vista es indiferente que esta modificación se haga desde una institución (el Parlament) o desde la calle, que se haga pacíficamente o con medios violentos, que tenga mucho apoyo popular o muy poco: siempre estaremos ante un golpe de Estado. O, si prefieren, ante una modificación de las reglas del juego constitucionales sin seguir las reglas del juego constitucionales.

Ésta es la principal conclusión a la que hay que llegar en relación con este juicio histórico. Se está juzgando a dirigentes políticos de un Estado democrático de Derecho. Y tampoco es la primera vez. Recordemos quE nuestro sistema judicial también fue capaz de llevar a juicio la guerra sucia contra ETA y de condenar un ministro y a un secretario de Estado de Interior. Entonces la sociedad española aprendió que el fin no justifica los medios, y que las instituciones no pueden tomar atajos si no quieren correr el riesgo de acabar pareciéndose demasiado a sus enemigos. El hecho de que en España se pueda juzgar a políticos en activo, lo que pone de relieve es su fortaleza como Estado democrático de Derecho y no su debilidad, como se nos pretende hacer creer. Lo que sí revelaría debilidad es defender que hay personas poderosas en España que pueden situarse por encima de las leyes que nos obligan a todos los demás. Es lo que están descubriendo ahora los acusados, como antes lo descubrieron otros políticos que también apelaban a los votos para eludir sus responsabilidades penales según la extraña tesis de que la democracia es incompatible con el Estado de Derecho. Es exactamente lo contrario: sin Estado de Derecho no hay democracia. Si los ciudadanos españoles aprendemos esto, el juicio del procés no habrá sido en balde.

Elisa de la Nuez es abogada del Estado, coeditora de ¿Hay derecho? y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.