IGNACIO CAMACHO-ABC

Al cabo de cuatro décadas, el debate territorial va a regresar al punto de partida, el de la España de dos velocidades

TODO lo cambió Andalucía. El modelo territorial simétrico del Estado es el fruto de una rebelión andaluza que comenzó tal día como hoy hace cuarenta años. Primero con aquella inmensa manifestación de diciembre del 77 y luego con el referéndum de febrero del 80, en una condiciones de mayoría cualificada –para la autonomía, no para la autodeterminación– que los nacionalistas catalanes no superarían ahora ni en el más delirante de sus cálculos. Y fue una insurrección legal, que acató todos los requisitos jurídicos, basada en un sentimiento igualitario: sencillamente los andaluces se negaron a aceptar el furgón de cola al que el nacionalismo, de acuerdo con Suárez, los había relegado. 

La efemérides del 4-D fue tradicionalmente asumida por el andalucismo histórico y otras fuerzas más o menos marginales que rechazaban la fiesta oficial del 28-F como algo subvertido, propio de un régimen que había traicionado su espíritu genuino. Sin embargo, Susana Díaz la ha asumido para enviar un mensaje de inconformismo. La presidenta no da puntada sin hilo: quiere señalar su voluntad de dar la batalla contra una reforma constitucional que retorne a las condiciones desiguales del principio. Y el primer destinatario del aviso es su propio partido. Desde la derrota en las primarias busca una oportunidad para marcar territorio y volver a hacerse sitio, y la ha encontrado en los proyectos con que Sánchez e Iceta tratan de resituar al PSOE en una posición de protagonismo. Díaz no está sola; los barones de La Mancha, Extremadura o Valencia desconfían de un posible pacto que otorgue a catalanes y vascos nuevos privilegios financieros y políticos. 

Al cabo de cuatro décadas, el debate va a regresar al punto de partida, el de la España de dos velocidades. El que continúa alimentando el conflicto nacionalista, basado en el empeño de sus promotores por consagrar ventajas y derechos diferenciales. Si a Cataluña y a Euskadi se les concede el rango de nación, volverá la polémica igualitaria y otras regiones querrán subir al rango abstracto de «nacionalidades», con lo único que lograremos será un Estado desatornillado a base de reclamaciones particulares. Eso o extender el sentimiento de agravio a media España para intentar reducir –esfuerzo vano– la desafección de los soberanistas catalanes.

  Al mismo tiempo, crece en las encuestas un estado de opinión favorable a la recentralización de competencias. El desafío independentista ha provocado mucho hartazgo ante el victimismo de las reivindicaciones eternas y hay numerosos ciudadanos que creen llegada la hora de dejar de ceder y abordar la cuestión territorial de otra manera. Justo la contraria, la que impida que España sea un modelo abierto en centrifugación perpetua. Si se abre el tiempo de las reformas, va a ser aún más difícil que en la Transición encontrar un consenso que aprenda de su propia experiencia.