El Islam y la violencia

JOSÉ MARÍA CARRASCAL, ABC – 15/01/15

José María Carrascal
José María Carrascal

· El problema del islam es que, teórica y prácticamente, se quedó en sus brillantes comienzos. Lo que le ha impedido tener Renacimiento, o sea, Edad Moderna, y sus únicos ‘‘renaceres’’ han sido la vuelta a la ‘‘pureza del islam’’, como ocurrió en su día con los almohades y benimerines, y hoy, con Al Qaida, los talibanes, el Estado Islámico y Boko Haram.

Es probable que la cuestión candente de nuestros días sea si el islam genera violencia o la violencia genera el islam. Habrá quien diga que se trata de un debate superfluo, sobre todo para las víctimas, pero para las potenciales víctimas, todos nosotros, tiene máxima importancia al apuntarnos el peligro. Un repaso incluso superficial de la historia nos muestra que la yihad no es exclusiva del islamismo. ¿Qué fueron las Cruzadas sino guerras santas para liberar los santos lugares de los infieles? Las religiones monoteístas –el judaísmo, el cristianismo y el islamismo– llevan en su seno la simiente de la intolerancia, al no aceptar más que un solo Dios, con sus dogmas y normas específicas, lo que trae inevitablemente el rechazo de todas las demás religiones e incluso animosidad hacia los que, perteneciendo al mismo credo, no cumplen sus preceptos o tienen una visión distinta de los mismos, los llamados herejes, carne de hoguera en los conflictos religiosos.

Hay también en todas ellas tantos alegatos a la fuerza como a la misericordia. El Javé bíblico es un Dios tremendo que llega a pedir a Abraham que sacrifique a su hijo y envía ángeles a matar a todos los primogénitos egipcios para liberar a su pueblo. Sin llegar a tanto, también en las palabras de Jesús hay referencias a la violencia. «No he venido a traer la paz sino la espada, a enfrentar al hijo con el padre, a la hija con la madre», pone Mateo en sus labios, sin especificar si hablaba en metáfora, como tantas veces al aludir a la buena nueva que traía para sustituir al Viejo Testamento, o al pie de la letra.

Mucho más explícito fue cuando dijo «el que no esté conmigo está contra mí», y no digamos ya cuando expulsó a latigazos a los mercaderes del templo. Pero no más inequívoco fue el Jesús de «mi reino no es de este mundo» o el de «dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César», por no hablar ya del de las Bienaventuranzas o del que pedía poner la otra mejilla cuando te abofetean, sobreponiéndose al instinto de devolver la bofetada, con lo cual, según Ortega, el hombre «dejaba atrás el orangután para alcanzar una categoría divina». Que no eran sólo palabras lo demuestra que Jesús prefirió el publicano al fariseo en su famosa parábola, que tuvo que escandalizar a los judíos ortodoxos.

También en el Corán hay innumerables citas de Mahoma sobre el respeto a los demás y de caridad con los necesitados. Como las hay de vituperio a los infieles y de clara amenaza a los heréticos y blasfemos. Pero donde más se diferencian ambas religiones es en su nacimiento y desarrollo. Jesucristo es pobre e indefenso desde su cuna a su sepultura, tras una muerte horrible. Ni siquiera sus apóstoles le defienden al ser detenido y al único que se atreve a sacar la espada le ordena envainarla. Mahoma, en cambio, es un mercader casado con una rica viuda, que, tras serle revelada la verdad en una serie de apariciones que terminan en un viaje sideral a Jerusalén para encontrarse con el resto de los profetas, comienza a predicar una doctrina, el islam, según la cual hay un solo Dios, Alá, que debe sustituir al antiguo politeísmo que profesaban las tribus árabes.

La Ley Islámica está recogida en el Corán, en el que se describen los hechos y enseñanzas de la vida de Mahoma, para ejemplo de los musulmanes. Cuando Mahoma muere diez años después de haber comenzado su predicación y su conquista, toda la Península Arábiga se había convertido a su doctrina y él era, como profeta de Dios en la Tierra, la máxima autoridad en ella. Mayor diferencia con Jesús no puede darse. Al morir éste, los cristianos eran un pequeño grupo de judíos que habían osado desafiar a los Sumos Sacerdotes, mientras que el islamismo iniciaba una expansión militar, religiosa y política vertiginosa por el Oriente Próximo, Norte de África y Europa, sin detenerse hasta que los galos le dan el alto en Poitiers.

Encargados de conservar e interpretar el Corán son los ulemas, eruditos religiosos, que se convierten en legisladores, jueces y, a la postre, dirigentes del pueblo musulmán. Sus sentencias están en la Sharia, donde se describe con todo detalle el plan de vida de los fieles. Se trata, por tanto, de un código religioso, civil, penal, sanitario incluso, al fijar normas de comidas, ayunos y ejercicios. Religión y Estado se confunden, con los Califas, descendientes de Mahoma, detentores de ambos poderes. Algo que contribuye al rasgo violento del islam: siendo el Estado el único legitimado para usar la fuerza en aras de la seguridad ciudadada, la religión queda contaminada por el uso de la misma. Fue otra de las ventajas del islamismo, junto a la sencillez de sus principios. Hubo, sin embargo, un inconveniente: muerto Mahoma, empiezan las luchas entre sus sucesores, que se mantienen hasta el día de hoy.

Pero el islamismo conserva intacto su atractivo para sociedades desestructuradas e individuos resentidos, frustrados o desarraigados. De ahí el éxito que ha tenido entre los reclusos negros norteamericanos, convertidos al islam en las cárceles por delitos de todo tipo, en las naciones fracasadas de África incapaces de cuajar en Estados o en los guetos de las ciudades europeas, donde los jóvenes magrebíes ven en el radicalismo islámico una vía para librarse de sus complejos. No estoy, naturalmente, justificándolos, sino explicando una situación.

Para esos individuos, el islam puede representar dar sentido a sus vidas y ensanchar su personalidad, al pasar a pertenecer a algo superior, como ocurrió a los árabes del siglo VIII. Nadie niega el papel extraordinario que jugaron los monjes y teólogos cristianos y musulmanes durante la Edad Media para conservar la cultura clásica, desde Santo Tomás a Averroes, esforzándose en adaptarla a su fe. El problema del islam es que, teórica y prácticamente, se quedó en sus brillantes comienzos. Lo que le ha impedido tener Renacimiento, o sea, Edad Moderna, y sus únicos «renaceres» han sido la vuelta a la «pureza del islam», como ocurrió en su día con los almohades y benimerines, y hoy, con Al Qaida, los talibanes, el Estado Islámico y Boko Haram. En cuanto a la Ilustración, con su severo discurso cartesiano, sus derechos individuales inalienables, su separación Iglesia-Estado y su tolerancia como norma de vida, menos aún. Al revés, la combaten con saña y uno de sus objetivos favoritos son las escuelas donde se enseña todo eso.

A los motivos religiosos que el yihadismo pueda tener para combatirnos, se añade otro de tipo práctico: los privilegios de toda índole que el islam concede al hombre sobre la mujer. Ninguna otra religión, estado o gobierno moderno, puede ofrecerles algo parecido. Así que los varones mahometanos –la mitad de su población– se resistirán a esos cambios cuanto puedan y como puedan, no importa la clase social a la que pertenezcan o los países donde residan. Y son los que en él mandan.

La manumisión de los esclavos va a ser un trámite sencillo comparado con la de las mujeres musulmanas. Pero todo se andará pues la historia, decía Hegel, no es más que la larga marcha del género humano hacia la libertad.

JOSÉ MARÍA CARRASCAL, ABC – 15/01/15