El país que no quiso ser

Este país ha sido mientras no ha querido definirse unilateralmente, pero en cuanto pretende hacerlo se divide y deja de ser. Quienes más hablan de reconocimiento de derechos colectivos, de autodeterminación, de nación vasca, colocan su sentimiento en la base política para definir la sociedad vasca, pero sobre él es imposible construir un sujeto político unitario: siempre que se intenta se rompe.

Ahora que todos los partidos vascos, y también los analistas, andan ocupados con las posibles coaliciones que se puedan producir en los ayuntamientos y diputaciones vascos, queda un espacio abierto para dedicarlo a reflexiones menos pegadas al día a día de la política, más vinculadas al devenir del país, de la sociedad vasca. No es una simple cuestión de estar asustados por el voto de Bildu. Tampoco es una cuestión de creer que, de repente, la sociedad vasca se ha convertido en una sociedad radicalmente nacionalista. Una mirada a otras partes del mundo -Quebec, Escocia- ayuda a mantener la serenidad.

Pero sí se trata de mirar a nuestra propia historia, saber de dónde venimos, cómo han caminado nuestros vecinos, cuáles han sido nuestras constantes, y quizá así seamos capaces de leer el presente con perspectivas de futuro. El problema radica en que quienes, casi de oficio, debieran dedicarse a estas miradas a la historia, con más lentitud y perspectiva que las prisas del presente, últimamente han pretendido tomar el lugar de los políticos, y se dedican en cuerpo y alma a proponer tácticas a corto plazo.

La gran trampa de los Estados nacionales consiste en hacernos creer que son algo que, aunque hayan surgido en la historia, poseen la fuerza de fenómenos naturales que hacen olvidar que las cosas pudieron ser de otra forma. No estaba predeterminado que Francia llegara a ser lo que la historia hizo de ella, ni Inglaterra primero y la gran Bretaña después. Ni Italia, que celebra pronto su 150 aniversario, ni Alemania que no existía como tal antes de 1860, eran inevitables. Se fueron produciendo.

En el camino quedaron el reino de Borgoña, el de Savoya, el de Baviera, el de Hannover, el de Escocia, o el de Aragón, por citar sólo algunos casos. La lucha contra la Iglesia y el Imperio romano germánico fueron imprescindibles para ir formando las monarquías nacionales, de las que poco a poco se irían desarrollando las monarquías absolutas que darían lugar a los Estados nacionales modernos. Algunas entidades políticas desaparecieron simplemente, otras fueron absorbidas, otras quedaron al margen de la historia. El siglo XIX fue decisivo para la consolidación de los Estados nacionales. En esos momentos fueron necesarias instituciones políticas con capacidad de tracción, con solidez histórica mínima. Fueron necesarias élites sociales, económicas y culturales capaces de dar forma a una idea de Estado nacional formada en torno a intereses económicos, en torno a identidades culturales, en torno a instituciones políticas comunes.

Para la sociedad vasca fue una época de profundas divisiones sociales, culturales y políticas. No traía de su historia instituciones políticas comunes consolidadas, las que se iban consolidando en España no le eran del todo aceptables porque no asumían del todo las diferencias desarrolladas en la historia. Pero la alternativa institucional ofrecida por España venía de la mano del liberalismo, mientras que la defensa de la diferencia propia recaía demasiado en la defensa de los principios del Antiguo Régimen. De esta forma, la guerra civil se instaló como una característica dominante de la sociedad vasca.

Desde entonces esta camina entre la incapacidad de constituirse como sujeto político por su cuenta sobre la base de su diferencia, en mimetismo con los Estados nacionales, y su falta de voluntad de integrarse en la institucionalización española, aunque esta ofrezca un reconocimiento amplio de sus características diferenciales. Si gana la apuesta por definir políticamente la sociedad vasca sobre la base del sentimiento diferenciado nacionalista, la sociedad vasca se rompe y la libertad queda en peligro. Pero esa incapacidad no resulta razón suficiente para aceptar una institucionalización alternativa, porque esta, la española constitucional, no asume, dicen, el reconocimiento de una voluntad nacionalista exclusiva que no existe.

Y así sigue la larga historia de un país que ha sido mientras no ha querido definirse unilateralmente, pero que en cuanto pretende hacerlo, se rompe, se divide y deja de ser. Quienes más hablan de reconocimiento de derechos colectivos, de autodeterminación, de nación vasca, de Euskal Herria, lo hacen estableciendo su sentimiento como la base política para definir la sociedad vasca. Pero sobre ese sentimiento es imposible construir un sujeto político unitario: siempre que se intenta se rompe.

Las únicas veces que la sociedad vasca ha existido como sujeto político unitario ha sido en los dos momentos estatutarios, momentos en los que se ha combinado el reconocimiento de las diferencias propias con la integración en el sistema institucional español. En ambos casos sobre la base de una institucionalización española constitucional democrática, y por lo tanto capaz de reconocer el derecho a la diferencia sin que ese reconocimiento supusiera el establecimiento de un ámbito dentro del cual se negara el derecho a la diferencia interna.

Una mirada tranquila a la historia permitiría percibir cuáles son las condiciones para que exista el sujeto político sociedad vasca, Euskadi: combinar el reconocimiento de las diferencias propias, sin dejar por ello de estar integrados en un ámbito constitucional más amplio, que es el de España. Porque romper con España significa romper con la historia propia, romper la sociedad vasca y sembrar la semilla de rupturas aún más trágicas dentro de la propia sociedad vasca. Esa mirada puede ayudar si es que queremos ser un país, cosa que en estos momentos parece bastante dudosa.

Joseba Arregi, EL DIARIO VASCO, 31/5/2011