Tonia Etxarri-El Correo

Al final tuvo que hacer la recomendación el Síndic de Greuges (el defensor del pueblo) a Quim Torra. Que retire los lazos amarillos de los edificios institucionales de Cataluña. De forma excepcional. Solo por un rato. El que dure la campaña electoral. Y así el presidente de la Generalitat tiene la excusa perfecta. Retirará la simbología partidaria, no porque lo ordene la Junta Electoral Central (JEC) sino por consejo de uno de los suyos. Una institución catalana como la que representa Rafael Ribó. Servido en bandeja el paripé. A diferencia de Jordi Pujol, que ignoraba quién era la UDEF, Torra sabe perfectamente cuál es el cometido de la JEC. Que tiene como función garantizar la transparencia del proceso electoral. Y ese organismo dictaminó que las banderas esteladas simbolizan las aspiraciones de una parte de la sociedad catalana «pero no de toda ella». Del mismo modo que los lazos amarillos pueden ser utilizados por las formaciones políticas «pero no por las autoridades públicas que deben respetar la neutralidad política durante los procesos electorales». Sobre la defensa de la libertad de expresión, el juez Llarena fue muy preciso en su auto de instrucción. Al explicar que los hechos que ahora se están juzgando consistieron en una rebelión organizada desde el poder. La libertad de expresión es un derecho que corresponde a los individuos, desde luego. Pero no a los poderes públicos que están obligados a aplicar y hacer cumplir la ley.

Desde que el valido de Puigdemont tomó posesión de su cargo, en junio de 2018, se ha dedicado a hacer propaganda del ‘procés’ con extremo cuidado para no traspasar ninguna línea roja. La renuncia a acatar orden alguna que proceda de instituciones del Gobierno central forma parte de su ‘pose de ADN’. Si es la JCE quien ordena retirar los lazos amarillos, ni caso. Si lo recomienda el Síndic es otra cosa.

Los gobernantes catalanes, desde aquella sesión del Parlament en la que aprobaron la resolución de «desconexión» del Estado español, han vivido instalados en la ilegalidad. Desde 2015 solo han obedecido a los mandatos de la mayoría nacionalista de su Cámara autonómica. Un Parlamento que anunció que el ordenamiento jurídico del Estado dejaría de aplicarse en territorio catalán. Y así se han mantenido salvo en el tiempo excepcional del artículo 155.

No habría tenido que ser necesaria la intervención del Defensor del Pueblo catalán para decir que las sentencias de la JEC hay que acatarlas. Que la ley hay que cumplirla. Y que las instituciones deben ser neutrales. El caso es que lo ha tenido que hacer el Síndic con un informe a la carta para salvarle de un apuro a Torra. Que, de persistir en un posible delito de desobediencia, corría el peligro de enfrentarse a una inhabilitación.

Cumplirá la legalidad con fecha de caducidad. Porque se lo dice una autoridad catalana. Retirará los lazos por unos días. Y ahí está la anormalidad de la situación. Porque la neutralidad de las instituciones debería de mantenerse siempre. Antes, durante y después del periodo electoral. Y porque, desde que se levantó el 155, la única autoridad que ha ejercido ha sido el organismo de vigilancia electoral, a instancias de Ciudadanos. La sensación de vacío de poder ha sido tan palmaria que muchos vecinos se han dedicado estos meses a quitar lacitos. Por su cuenta. Porque el Gobierno, frente a la utilización partidista de las instituciones catalanas con el símbolo de los lazos amarillos, ha estado desaparecido.