El Correo-MANUEL MONTERO

El único fallo de esta revolución ideológica es que nos coge con ideólogos flojitos. Hacen de líderes y son bastante buenos imaginando mundos donde manden sin cortapisas

Los nuevos tiempos vienen caracterizados por la vuelta a las grandes certezas. Las representan especímenes de distintos pelajes: los fanáticos independentistas acosando desaforadamente al discrepante, las aspiraciones de aire revolucionario que poseen la fórmula milagrosa para llegar al paraíso, el convencimiento de que haciendo lo contrario que los malos todo saldrá bien, introduciendo cambios irreversibles. En cierto sentido volvemos al punto de partida.

Después de la transición, las ideologías perdieron rotundidad. Fue una novedad, pues la mentalidad patria está más apegada al concepto «me da la real gana» –como principio legitimador– y a abrumar al otro con la posesión de la verdad.

Bien que mal, el asentamiento de la convivencia constitucional llevó al pragmatismo, a la superación de las utopías sobre las que se había construido nuestra imagen del mundo.

Eso fue una suerte: la creencia en las quimeras ha consistido una de las lacras de nuestra historia, la aspiración a la utopía en la que por ensalmo desaparecerán tensiones, sea el mundo de los creyentes sin infieles, el de las homogeneidades étnicas o culturales; el paraíso obrero tras la revolución o el mundo feliz de las filas bien formadas por exaltados dispuestos a derramarlo todo por su sueño de orden: a derramar vidas ajenas, se entiende, a hacer la pascua al discrepante.

Lo peor de la utopía es que suele conllevar una carga violenta. Sirve como justificación para atentar contra la convivencia. Como al final del camino se anuncia la felicidad social, vale cualquier barrabasada. Hasta resulta deseable la agresión discriminadora, pues nos aproxima al paraíso redentor. El fin justifica los medios.

Nuestra cultura se ha construido sobre las utopías, con resultados lamentables. Nunca ha funcionado ninguna de las que ha concebido algún pensador iluminado; y han llevado indefectiblemente a profundos desastres humanos. Lo que no impide que sigamos creyendo en las utopías. Que todo salió mal por la culpa de Stalin o de los herejes que se resistían a creer, no de la doctrina. Lo importante es seguir creyendo.

En vísperas de la transición podían las grandes certezas, la creencia en liberaciones sociales y nacionales. En tal esquema el pluralismo era un mal transitorio que había que soportar hasta imponer las grandes directrices salvadoras: la democracia obrera, por un lado; las libertades nacionales por otro; fusionadas en las fuerzas de progreso que traerían la felicidad de los pueblos.

El esquema no funcionó: afortunadamente. En la época se le llamó desencanto. Resultó que la democracia no era un medio, sino un fin y el principio. Dio en rutinaria, sin las grandes emociones de las revoluciones. Que había propuestas para vivir mejor, pero no soluciones paradisiacas.

Así fue durante unos años, durante unas décadas. Las ideas-fuerza dieron paso al pensamiento débil. Más humano, pero sin las grandes certezas.

Fue una dicha pasajera. Sea porque los líderes patrios tienen ínfulas de salvapatrias, sea porque nos conocen e intuyen que nos va la marcha, hicieron las veces de profetas. Sobre todo desde que llegó el siglo XXI. Ya que no había paraíso al alcance de la mano, dieron con el resorte que hace las veces, la división entre nosotros/ellos, la ruptura imaginaria de la sociedad. Primero llegó el «todo por la Constitución» y el gusto por señalar al que no mostrase el enaltecimiento. Después vino restablecer la memoria histórica para que perduraran las rupturas sociales de hace ochenta años. Y, mientras, el derecho a decidir, para que la mitad de los vascos no se hablase con el otro medio.

Las crispaciones fueron ocupando su sitio en los altares de la patria, una vez pasada la época en la que se pensó que la convivencia y el respeto al otro constituyen en sí mismos valores sociales y principios. Ni la paz ni el avemaría.

La llegada de la crisis nos convirtió en Santa Bárbara la Bendita en un momento de trance entre suicida y genocida, traca va y traca bien. Volvieron las utopías, con su faz siniestra, la idea de que las ideologías puras nos devolverán de golpe y porrazo la alegría. La utopía no sólo describe el mundo feliz sino que señala el camino: liquidar al que no la comparte. Triunfó el anticapitalismo como alternativa; la independencia como culmen de la felicidad social, un mundo catalán catalán, compuesto de catalanes catalanizados como esencia de la sociedad, rugiendo contra las hienas; las novedades por el centro o centro derecha aspirando a regenerarnos sin dejar títere ni cabeza. Sólo el PP y PNV permanecieron al margen: éste porque salió escaldado de su última aventura –pero a la espera–; los populares, porque bastante tuvieron con hacer como si sus corruptelas no fuesen con ellos, al tiempo que inventaban currículums fantasiosos y descubrían paraísos fiscales. A lo mejor descreían de las utopías sociales porque ellos vivían la suya.

El regreso de la utopía nos devuelve al pensamiento fuerte, según el cual hay salvación y de ella se encargarán nuestros prohombres. El único fallo de esta revolución ideológica consiste en que nos coge con ideólogos tendentes a flojitos. Miras y ves al PP pedaleando para no caer y un páramo alrededor; a Iglesias y su revolucionarismo tuitero; a Rivera regenerando por un lado y el contrario, siempre con prisas; a Sánchez triunfador con lemas rotundos pero tautológicos, ‘no es no, sí es sí’.

Hacen las veces de líderes y resultan bastante buenos imaginando mundos donde ellos manden sin cortapisas, sus futuros utópicos por los que nos juzgarán si no creemos.