José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

Felipe VI fue conciso y breve en su discurso, donde defendió al Estado, cuya unidad, junto a la monarquía parlamentaria, forma parte sustancial del pacto de 1978

Era algo más que rumor. Era casi un clamor: ¿dónde estaba el Rey mientras se desarrollaba implacablemente la crisis constitucional más grave desde 1978? Se sabía que Felipe VI había despejado su agenda. No se trataba de una retirada táctica en la Zarzuela. Por el contrario, el jefe del Estado esperaba la ocasión más adecuada para salir a la palestra. Felipe de Borbón y Grecia acumula en sus espaldas experiencias familiares —por línea paterna y materna— que imprimen carácter y capacitan para manejar según qué crisis. Esta que vivimos no va solo de una ruptura de la integridad territorial del Estado sino, en el mismo lote, del derrocamiento de la monarquía parlamentaria.

Se trata de una revolución en la que convergen el secesionismo catalán y las fuerzas que se han conjurado contra el sistema constitucional de 1978 que se basa en tres principios: los derechos y libertades de los ciudadanos, la unidad de España y el autogobierno de sus nacionalidades y regiones, y la forma monárquica del Estado. Ese es el meollo del pacto constitucional de 1978 que los irresponsables secesionistas de la Generalitat de Cataluña han puesto en riesgo gravísimo.

Los que pensaban —o más bien deseaban— que el Rey fuese esa figura inane que en una crisis como la actual se comporta como cuando inaugura exposiciones museísticas, abre simposios tecnológicos o se dirige a los españoles en tradicional mensaje de Navidad, no estaban entendiendo absolutamente nada de los mecanismos del poder constitucional en España y de la vigencia —y su vocación de futuro— de sus instituciones básicas.

 

Por eso, Felipe VI reprobó de un modo inequívoco, seco, duro y terminante la deriva de las secesionistas autoridades catalanas, a las que atribuyó con plena razón una “deslealtad inadmisible” y una “inaceptable apropiación de las instituciones de Cataluña”. Y como consecuencia, el Rey advirtió de que el Estado de derecho se va a defender con sus “legítimos poderes”. El monarca no mencionó al Gobierno, ni a una institución en concreto. Simplemente, como símbolo de la permanencia e integridad del Estado, instó a que esos poderes cumplan con su obligación.

El Rey estaba desde hace algunas semanas en el alero. Ayer dejó de estarlo. Porque apuró todo el margen constitucional —la defensa de la Constitución es justamente una de las razones de la permanencia de la magistratura que encarna— y enfatizó su alineamiento con la Carta Magna y la democracia. No ‘borboneó’, no pasteleó, no incurrió en escapismos, ni en eufemismos. Se comportó como el jefe de un Estado que está siendo agredido, más allá de los errores que pueda cometer un Gobierno. Los ejecutivos son contingentes, el Estado es permanente. Los gobierno pasan, los estados continúan.

No procedía —dadas las circunstancias de contumacia insurreccional de las autoridades de Cataluña— ni una apelación más a la concordia que el Rey ha reiterado de manera constante afrontando situaciones humillantes para él y para la inmensa mayoría de los españoles. La última, en la manifestación-emboscada que le tendieron los secesionistas el 26 de agosto en Barcelona. Antes, otras muchas, y todas ellas asumidas por el jefe del Estado con una imperturbabilidad de estadista.

Felipe VI —proclamado rey en junio de 2014— ha tenido que pelear con la crisis del artículo 99 de la Constitución tras dos elecciones generales, pero ninguna podía ser de la dimensión de la actual que, además, en sus propósitos trasciende a Cataluña y pone en riesgo de implosión al conjunto del Estado. Quienes no entiendan que el Estado debe defenderse con la legitimidad de estar sometido al derecho y que su primer servidor —el Rey— debe situarse en el epicentro de la defensa de la Constitución, carecen de la hermenéutica política e institucional suficiente para desentrañar la naturaleza de los acontecimientos que vivimos.

El monarca compareció ayer en traje civil, se sometió a un plano directo y fue conciso y breve

Nótese, en fin, que el monarca compareció ayer en traje civil —ya se encargó la rumorología de extender la especie de que lo iba a hacer uniformado como capitán general de las Fuerzas Armadas—, se sometió a un plano directo y sostenido, prescindió de cualquier elemento que distrajese de sus palabras (solo la bandera de España y de la Unión Europea) y fue conciso y breve.

 

Y no, no defendió al Gobierno. Defendió al Estado. Apuró todo el margen que tenía y se ganó la Corona, oscuro objeto del deseo —silente, latente pero demasiado obvio— de los que aprovechando la ruptura catalana quieren también dinamitar la monarquía parlamentaria. Esta y la unidad del Estado, con el autogobierno de sus nacionalidades y regiones, con las libertades y derechos de una democracia avanzada —no aclamativa, no caudillista, sino liberal y representativa—, forman parte sustancial del pacto de 1978 que debería disponer de capacidad para defenderse, primero, y desarrollar, después, todas sus virtualidades de cohesión. En ese propósito está el Rey y es, justamente, donde tenía explícitamente que estar.