IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El acuerdo judicial es sensato y razonable pero queda al albur de un factor tan volátil como la palabra de Sánchez

Uno de los principales problemas objetivos de la reciente política española, admitido al menos en teoría por gran número de ciudadanos, es la ausencia de acuerdos de Estado. Sin embargo, existe entre los sectores más radicalizados de izquierda y de derecha una fuerte resistencia a cualquier tipo de pacto. En el primer caso, por el ‘muro’ sectario que Pedro Sánchez ha levantado; en el segundo, por la lógica desconfianza que inspiran sus continuos engaños. Así las cosas, se produce la paradoja de que los deseables consensos chocan con la personalidad tóxica de un presidente que despierta en amplios sectores sociales una intensa fobia. El compromiso firmado ayer equivale para los votantes de la oposición a navegar, como el barco de ‘E la nave va’, con un rinoceronte en la proa: un barrunto de fatalidad, un surrealista presagio de derrota.

La disposición del PP a aceptar al fin la renovación del Consejo del Poder Judicial se basa en tres criterios. Uno, la insistencia de la UE ante la inmediata publicación de su informe sobre el Estado de Derecho. Dos, la presión de la judicatura –asociaciones de jueces y en especial la Sala del Gobierno del Supremo– para acabar con el insostenible bloqueo. Y tres, el miedo de unos y otros a que Sánchez se eche al monte de una (otra) reforma del sistema sin que las instituciones europeas puedan detenerlo porque necesitan contar con él para sacar adelante sus propios nombramientos.

El ‘statu quo’ acordado parece sensato y ecuánime, sobre todo por la mayoría cualificada requerida para nombrar magistrados en los altos tribunales. Pero el resto, en especial la elaboración de una nueva ley que dé voto a los profesionales de la justicia, queda al albur de que el jefe del Ejecutivo se comporte de manera responsable. Es decir, de que honre una palabra que no ha respetado nunca antes. Lo delicado del asunto no es que el líder de los populares se haya jugado en él su credibilidad, su autoridad moral y hasta sus posibilidades como candidato viable, sino que si la operación sale mal saltará por los aires la separación de poderes y con ella los últimos equilibrios constitucionales.

El margen de duda que el acuerdo suscita reside en que su desarrollo depende de una voluntad de concordia política muy difícil de apreciar en la trayectoria sanchista, y menos aún en la de unos socios de decidida vocación disruptiva. En el actual clima de suspicacia recíproca, cualquier maniobra ventajista de la mayoría gubernamental dejará a las instituciones malheridas y a Feijóo listo para el arrastre de las mulillas. Esto último es lo de menos; forma parte de los riesgos inherentes a su cargo y no le faltarán recambios. Lo grave es que si los socialistas incumplen lo firmado, el poder se quedará con todo el aparato judicial en sus manos y ya no habrá modo de reparar los estragos en el núcleo duro del régimen democrático.