El síntoma Pujol

GABRIEL ALBIAC, ABC – 31/07/14

· Sólo deseo el silencioso mes de mis vacaciones. Durante el cual olvide al sórdido Pujol. Ese síntoma del mal. Trivial. Perfecto.

EL sórdido Pujol no es más que síntoma. Lo que fue siempre. La simbólica cabeza de una corrupción perfecta. De una corrupción que genera riqueza para los amigos. Para los enemigos, también. En la alícuota parte que les corresponda, conforme a la potencia que sea conveniente neutralizar en cada uno de ellos.

Nadie, en la Cataluña posterior a Tarradellas, quedó al margen del reparto. Que vale decir del robo. Y eso diferencia el modelo catalán de otros más primitivos: del andaluz o del siciliano, por ejemplo. La racional regulación consensuada en los modos de burlar la ley beneficia a todos, a todos enriquece, a todos convierte en suntuosos hacedores de patria. Y permite alzar la risueña pantalla de una sociedad moderna y próspera. Mientras haya, por supuesto, un Estado (español) detrás que vaya aportando el inmenso chorro de dinero que una corrupción institucional de tales dimensiones exige para no venirse abajo. La Cataluña de después de Tarradellas ha sido esto. Pujol –y, junto al patriarca Pujol, su honorable familia– no es más que el síntoma. Está lo bastante viejo para no ir a la cárcel. Los otros, no.

Es mi última columna antes de las vacaciones. Me gustaría hablar de algo menos asqueroso: la luz, el mar… Pero no hay manera. Cerraré, después, el ordenador. Durante un mes. Y buscaré el sosiego. Olvidaré esa maldita pantalla, cuyo metódico dolor de cabeza ha pasado a ser, desde hace mucho, lo único idéntico de mi vida. Yo soy mi permanente opresión detrás de los ojos. Perderla durante cuatro semanas será perderme. Y no saber quién soy. Lo mejor en esta vida. Olvidar.

Y, con la luz hiriente de la pantalla, es la pérdida de aun la resonancia del nombre Pujol y de la avalancha de bazofia que ese nombre acarrea lo que anhelo con una intensidad más honda. No quiero hablar de esa gente. De toda esa mala gente que se ha ido enriqueciendo con mis impuestos al abrigo de una democracia que fue, primero, pasión arriesgada de quienes algo supimos de la dictadura; que fue luego negocio de chorizos. Sin apenas excepciones. Que es ahora una pudrición terminal, que va a llevarse por delante todo: Constitución, por supuesto; y nación, si alguien no pone de una vez claro que para defender una nación está el Ejército.

No quiero perder mi tiempo con esos tipos que, desde el vértice del poder político, ocultan dinero negro y especulan con misteriosos tres por cientos que, con seguridad, serán mucho más que eso. No quiero perder mi tiempo con hijos de todopoderosos padres de la patria que hacen fortunas ilimitadas en países de legalidad vidriosa. No quiero ni saber que existen.

Pero tengo que decirlo. Tengo que decir que nos han robado. Que nos han burlado. Que han vivido a nuestra costa. Que se han reído de nosotros. Que nos han tratado como se trata a un hatajo de pobres imbéciles sobre los cuales toda humillación está permitida.

En un país con división de poderes moderna y magistratura profesionalmente independiente, no menos de las dos terceras partes de la casta política española estarían procesadas. Por irregularidades diversas, que van del fraude fiscal a las formas más horribles del crimen. De Pujol y Filesa al GAL, para entendernos. Sólo que aquí no hay eso. Nadie que sea poderoso paga. Y, cuando por un azar, alguno es condenado, el indulto desciende hasta su frente con una velocidad vertiginosa.

GABRIEL ALBIAC, ABC – 31/07/14

 

Nada espero. Sólo deseo el silencioso mes de mis vacaciones. Durante el cual olvide al sórdido Pujol. Ese síntoma del mal. Trivial. Perfecto.