El sistema que nunca existió

Todos los gobiernos han aceptado la premisa implícita de que dándoles más autogobierno (en competencias, en fondos o en procesos de decisión política) a Cataluña o Euskadi, éstas se integrarían por fin en un proyecto superior compartido. La realidad, sin embargo, ha demostrado más bien lo contrario: el independentismo ha crecido en ambas sociedades y sus clases políticas.

Forzoso es reconocer que lo que pomposamente se denomina ‘nuevo sistema’ de financiación autonómica es cualquier cosa menos un sistema o modelo. Aunque probablemente nunca lo ha sido. Los hacendistas dicen desde hace tiempo que la financiación autonómica se basa en España, fundamentalmente, en el reparto inicial y contingente de recursos que se efectuó al ir transfiriendo las competencias y los medios anejos a ellas. Es de esa asignación inicial de la que se ha partido en todos los subsiguientes intentos para reordenar el asunto, respetando siempre la regla básica de las burocracias de dar por consolidado lo existente ‘ad aeternum’, y pelear siempre por la mejora del trozo de tarta propio. Cuando se habla, con un fingido arrobo científico, de esos índices que sustentarían el ‘sistema’ (como el de población, el de envejecimiento, el de dispersión, el de insularidad y así sucesivamente), se oculta al público que, en realidad, tales índices tienen nombre y apellido detrás. Vamos, que cuando se necesita por razones políticas aumentar los recursos de Ruritania, lo que se hace es introducir una modulación en el índice de población basada en la densidad de zuecos por hectárea partido por el número de vacas, justamente, ¡oh casualidad!, lo que conviene a los ruritanos.

Bueno, pues lo que se ha hecho ahora, aunque con más oscurantismo del acostumbrado, es arrancar de un ‘a priori’ político: el de que Cataluña debía recibir una financiación superior a la que tenía, colocándola por encima de la media nacional. Lo cual era en sí mismo razonable, si lo tomamos aisladamente, pues la permutación del orden de colocación entre comunidades que se producía hasta ahora a través de la nivelación redistributiva no era equitativa: no era justo que un extremeño gozara de unos recursos públicos de financiación superiores a los de un catalán, cuando éste contribuía más a la generación de esos recursos (principio de ordinalidad). Y una vez establecido que el resultado final tenía que colocar a Cataluña en mejor situación, se han diseñado unas reglas que lo aseguren y que, al tiempo, no provoquen la rebelión abierta de otras comunidades, aunque los resultados que producen sean ahora injustos para otros ciudadanos no catalanes, como los madrileños o valencianos, que, partiendo de una aportación similar a la catalana, reciben mucho menos. Defectuoso antes, defectuoso ahora. Con la agravante de que se institucionaliza y consolida la práctica de financiar gastos corrientes con déficit público.

Insisto sin embargo: es una pérdida de tiempo analizar lo decidido desde los parámetros de la equidad o la racionalidad ideales, porque se trata de una decisión política que, por ello, sólo puede entenderse y valorarse desde los requerimientos y constricciones de la propia política. Lo que hay que preguntarse son dos cosas. ¿Cuál era el problema? y ¿sirve lo que se ha hecho para solucionarlo?

La necesidad de privilegiar a Cataluña (como antes a Euskadi y Navarra) obedece a razones políticas de dos clases: las coyunturales del gobierno de turno, y las de ‘longue durée’ de intentar asegurar la integridad nacional. El pacto de Aznar en el hotel Majestic en 1996 es un ejemplo perfecto de las coyunturales. En el caso del Partido Socialista, la coyuntura que requería el privilegio es palmaria si llevamos a cabo un experimento mental, el de la no-Cataluña y no-Euskadi: supriman por un momento de España esas dos comunidades y repartan los votos y escaños para el Congreso sólo en el resto de la nación en las últimas elecciones generales de 2008. El cálculo lo ha hecho algún politólogo y su resultado habla por sí mismo: el Partido Popular tendría mayoría absoluta en las cámaras. Ese dato objetivo explica mejor que mil retóricos la posición del Gobierno socialista en torno a la política con Cataluña.

Si vamos a las razones políticas más de fondo, la cuestión se plantearía así: como Estado de inspiración federal, España tiene problemas de integración (la voluntad de mantenerse juntos) y de articulación (el diseño e implementación de la arquitectura federal). Ambos son de naturaleza profundamente diversa; además, los de integración afectan sólo a Cataluña y Euskadi (por el momento), mientras que la articulación afecta a todos. Sin embargo, hemos caído desde hace mucho tiempo (desde el principio, para ser exactos) en la tentación de intentar resolver las deficiencias de integración mediante la manipulación de los esquemas de articulación. Todos los gobiernos han aceptado la premisa implícita de que dándoles más autogobierno (en competencias, en fondos o en procesos de decisión política) a Cataluña o Euskadi, éstas se integrarían por fin en un proyecto superior compartido. La realidad, sin embargo, ha demostrado más bien lo contrario: el independentismo ha crecido en ambas sociedades y sus clases políticas. Lo cual es lógico, pues el sentimiento nacionalista percibe y asimila lo que es una concesión como el pago de una deuda (Montilla ‘dixit’) o un derecho histórico (Gernika proclama), lo que anula su efecto atractivo. Al final, y sin ganancia para la integración (la añorada ‘bundestreue’), a golpe de manipulación de la ingeniería federal, hemos ido dejando al conjunto del Estado con un inequívoco aire chapucero.

Quienes entienden del asunto pronostican que en dos años Cataluña impugnará de nuevo el estatus de financiación alcanzado hoy. Resultará insuficiente para ella, como resulta políticamente insuficiente para el nacionalismo vasco el esquema del Concierto más Cupo, y eso que produce una financiación pública por habitante superior en 60 puntos a la media nacional (mientras que Cataluña no logrará superarla ahora ni en 10 puntos). Lo que demuestra, al final, que la falta de imaginación y voluntad de la clase política española para abordar en serio y por derecho los déficits de integración no se remedia con las manipulaciones del esquema de articulación. Con ésta sólo se consigue comprar tiempo y desarticular un sistema que, si bien se mira, nunca llegó a existir como tal.

José María Ruiz Soroa, EL CORREO, 14/3/2010