Jesús Cacho-Vozpópuli

Son muchas las opiniones que coinciden en calificar de “trascendentales” las elecciones al Parlamento Europeo del 9 de junio. Trascendentales porque el proyecto que los padres fundadores pusieron en marcha con el Tratado de Roma, sometido hoy a una serie de violentas tormentas, atraviesa por una encrucijada que se puede definir en tres palabras: reforma o desaparición. O la Unión Europea (UE) demuestra capacidad para reformarse desde dentro o corre serio riesgo de desaparecer. Un sentimiento de decepción, cuando no de simple hastío, recorre hoy la opinión de millones de ciudadanos europeos a la hora de juzgar o valorar un proyecto en el que los españoles pusieron siempre muchas expectativas, quizá demasiadas, empezando por considerarlo nada menos que garante de nuestras recién estrenadas libertades, hoy seriamente amenazadas por el tiranuelo que nos gobierna. Esos mismos españoles que veían en Bruselas un valladar infranqueable capaz de garantizar nuestro Estado de Derecho, empiezan hoy a pensar que esa UE no moverá un dedo por la garantía de unas libertades que los propios españoles no son capaces de defender.

Las recientes protestas contra Bruselas protagonizadas por agricultores y ganaderos han sido la demostración fehaciente de ese malestar que hoy embarga a millones de europeos con el proyecto comunitario. La ratificación en 1992 del Tratado de Maastricht entre los entonces 12 Estados miembros supuso un hito marcado por la creación de una moneda común, una política económica común y un gran mercado compartido con libre circulación de personas, bienes y servicios. Por desgracia, los gestores del proyecto no se detuvieron ahí. Se impuso una alocada carrera de nuevas incorporaciones, en un proceso que corrió paralelo a la ampliación de competencias de la Unión a asuntos como defensa, inmigración, competitividad y otros. El Tratado de Lisboa, diciembre de 2007, firmado ya por 27 Estados miembros, instauró un modelo de funcionamiento de las instituciones comunitarias más centralizado y autónomo, en detrimento de los Gobiernos, otorgando mayores facultades (poder ejecutivo e iniciativa legislativa) a una Comisión que dejó de ser responsable ante el Consejo (el gran perdedor) aunque sigue obligada a responder ante el Parlamento. Al mismo tiempo, se amplió el campo de aplicación del Derecho comunitario en detrimento del de los Estados, asunto convertido en la más poderosa prerrogativa de la Comisión, cuyo presidente, por cierto, opera con casi total autonomía frente a los Estados. En otras palabras, desde Maastricht y a consecuencia de las sucesivas ampliaciones y del protagonismo otorgado a los pequeños Estados, la Unión ha ido virando vertiginosamente hacia una especie de federalismo controlado por unas instituciones cada vez más poderosas, más intrusivas, más alejadas de la legitimidad que otorga el sufragio popular. Un federalismo controlado por unas elites burocráticas cada vez menos democráticas y más alejadas de los intereses del europeo medio.

Las recientes protestas contra Bruselas protagonizadas por agricultores y ganaderos han sido la demostración fehaciente de ese malestar que hoy embarga a millones de europeos con el proyecto comunitario

La intervención de la Comisión en aspectos que afectan a la vida del ciudadano corriente ha seguido aumentando vertiginosamente. Las políticas comunes se han multiplicado en todos los ámbitos, desde la agricultura hasta el medio ambiente, pasando por la fiscalidad, el consumo, etc. Cada año, miles de textos se añaden al Derecho europeo y se imponen a los Estados miembros. Se diría que al desafío de la globalización ha respondido Bruselas con una catarata de regulaciones y una burocracia asfixiante. Una de las últimas “paridas” ha consistido en obligar a los fabricantes de botellas de plástico a unir los tapones al resto del envase tras su apertura. Una burocracia que no deja de crecer y drenar recursos y que, como toda maquinaria burocrática, no puede dejar de parir leyes y reglamentos para justificar su propia existencia. Aquí se habló del absurdo de que los agricultores de Tierra de Campos no puedan entrar en sus fincas con sus tractores hasta el 15 de septiembre, cuando las cosechas de cereal se recogen ahora a finales de junio/primeros de julio. O que no puedan utilizar más abonos que los que dicte un burócrata de Bruselas.

Es hora de parar y repensar el funcionamiento de la UE. Reorganizar la Unión y simplificar su funcionamiento. Y “parar” significa, en primer lugar, posponer cualquier nueva ampliación a la espera de un nuevo “código de competencias” que aclare los poderes otorgados a las instituciones comunitarias y precise la relación entre la propia Unión y los Estados miembros. La anunciada incorporación de Ucrania, al margen de las consecuencias que tendría para la agricultura, sólo puede interpretarse como el deseo de huida hacia adelante de esas elites burocráticas que se han hecho fuertes en Bruselas. Reconocer la soberanía de la Unión en cualquier asunto de interés público equivale, en un juego de suma cero, a excluir la soberanía de los Estados miembros. En este asunto no hay posibilidad de compartir. Es el caso de la inmigración, quizá el problema más grave que hoy amenaza al continente y en el que Bruselas ha fracasado de forma estrepitosa. Materia de tanta importancia como la inmigración ilegal debería ser competencia de los Estados miembros, del pueblo español, en el caso de España, en quien descansa la soberanía de sus instituciones. Son los españoles los que cuentan con la legitimidad necesaria para decidir quiénes, y en qué condiciones, están autorizados a entrar en España.

Reconocer la soberanía de la Unión en cualquier asunto de interés público equivale, en un juego de suma cero, a excluir la soberanía de los Estados miembros

Un “código de competencias” que frene en seco la pulsión de unas instituciones que, en una peculiar interpretación de los Tratados, se arrogan la facultad de crear nuevo Derecho comunitario por encima del de los Estados, con el consiguiente debilitamiento de la soberanía de los países miembros. Nuevo Derecho traducido en una catarata de a menudo absurdas directivas que están castigando a la industria y dañando seriamente la economía. Las economías europeas, en efecto, llevan décadas soportando crecimientos del PIB muy pobres, unos PIB ahogados por un reglamentismo abstruso que frena la creación de empleo y que resultan claramente insuficientes para financiar unos Estados del Bienestar que hoy están siendo sostenidos sobre el recurso a la acumulación de deuda. Parar ese reglamentismo implica poner freno a esas elites iliberales, ahora sabemos que también en parte corruptas, que se han entregado a la adoración del becerro de oro de las nuevas ideologías climáticas y de género, dispuestas incluso a sacrificar el futuro del continente en el altar del decrecimiento. Unas elites, por lo demás, que han demostrado su incapacidad para hacer cumplir sus propias reglamentaciones (déficit público, deuda, etc.) a los Estados miembros.

Un proyecto, en suma, consumido por una burocracia atroz, que mata lo mejor que ha habido siempre en el alma del europeo medio, la libre iniciativa, la capacidad de emprender, la disposición al esfuerzo, el afán de superación, todo lo que ha hecho grande a Europa y la ha convertido en faro capaz de iluminar las ansias de libertad del ser humano. Se impone desregular y liberalizar, dar al viejo liberalismo una oportunidad en ese renacimiento europeo, en línea con lo que días atrás escribía el ex primer ministro francés Édouard Balladur en Le Figaro: “Es opinión generalizada que Francia sufre un exceso de liberalismo que la debilita a la hora de competir internacionalmente, pero yo me pregunto, ¿desde cuándo una de las deudas públicas más grandes (3,1 billones, de los cuales 1 billón en los últimos siete años), una de las cargas fiscales más onerosas y el gasto social más generoso del mundo han sido y son prueba de liberalismo? La verdad es justamente la contraria”.

Es evidente que tales desafíos rebasan con mucho las capacidades de las Von der Leyen de turno y reclaman la vuelta a una Europa de los ciudadanos, una Europa de las libertades

Y un proyecto, por lo demás, obligado a hacer frente a retos extraordinarios: la reforma del Estado del Bienestar, hoy imposible de financiar sin el recurso a la Deuda; el progresivo envejecimiento de la población y la consiguiente presión sobre unos sistema sanitarios ya casi colapsados; la necesidad de descarbonizar la economía sin penalizar el crecimiento, y la obligación de encauzar el imparable flujo migratorio sur-norte. A estos cuatro jinetes se ha unido un quinto: la amenaza de guerra por parte de la Rusia de Putin, el último anacrónico imperio no desmantelado del siglo XX, lo que obliga a invertir fuertes sumas en una política de Defensa común. Es evidente que tales desafíos rebasan con mucho las capacidades de las Von der Leyen de turno y reclaman la vuelta a una Europa de los ciudadanos, una Europa de las libertades, la Europa libre de la gangrena que hoy representa ese nuevo comunismo travestido de ecologismo y todo lo demás. Desregular y liberalizar. Democratizar. Entronizar a la empresa como motor del progreso. Dar prioridad al ejercicio de las libertades y los derechos individuales. Frente a la Europa de la burocracia, la Europa de las libertades.

Para los españoles, las elecciones al Parlamento Europeo están particularmente vinculadas a la defensa de unas libertades hoy seriamente amenazadas por el tiranuelo que nos preside. Son, en efecto, unas elecciones que convierten un derecho en una obligación: la de acercarnos a las urnas para, con nuestro voto, poner cuanto antes al sátrapa en la calle. El espectáculo del miércoles en el Congreso, cuando fue sorprendido ordenando a la presidenta acabar con la intervención del líder de la oposición, es la última muesca en la cartuchera de un felón autoritario dispuesto a todo. La prueba del 9 de que ya no vivimos en un Estado de Derecho con separación de poderes. De manera que es obligación de todo demócrata movilizarse para acabar con él y con su dictadura socialcomunista. O Sánchez o la libertad. Este es un circo sostenido por un poste que cobija una miríada de estómagos agradecidos. Si el poste cae, el circo se viene abajo. Movilicémonos, pues, contra este pájaro que, por si algo le faltara, se ha revelado, además, antisemita. Animemos a nuestro entorno a votar en defensa de las libertades amenazadas. No puede haber ahora mismo más objetivo que ese. El tirano está ya Maduro, muy débil, y el juez Peinado podría darle la puntilla en unos días. ¿Se atreverá a disolver las Cámaras el miércoles 29? Su final está cerca. Aprovechemos, en todo caso, la cita con las urnas del 9 de junio para darle el último empujón.