José Luis Zubizarreta-El Correo

  • El acuerdo alcanzado sobre el CGPJ está viciado de origen por la usurpación de las funciones de las Cámaras por parte del Ejecutivo y del PP

Es del todo entendible el alivio causado por el desatasco en la renovación del CGPJ tras más de cinco años de estancamiento. Tanto el acuerdo como lo acordado suponen un avance que redundará en un desempeño mejor de las funciones del Poder Judicial y en el más sensato desarrollo de la política general del país. En el primer caso, aparte de permitir que se cubran las vacantes que entorpecen la efectiva tutela de los derechos del ciudadano, se verán reforzadas, gracias a los requisitos acordados para la toma de decisiones, la independencia de los jueces y la separación de poderes. En el segundo, se contribuirá, aunque de manera aún débil e incipiente, al deshielo de una polarización que obstaculiza el consenso interpartidista en cuestiones de Estado. El tiempo dirá si el alivio es ilusorio o fundado. No han pasado cuatro días y ya han aflorado las disensiones.

En este ambiente de alivio general, que roza, en algunos casos, la euforia, resultará propia de un impertinente aguafiestas la llamada de atención o la crítica abierta respecto de un asunto que, en tan armonioso proceso, no parece acorde con las formas -¡ay, las formas!- que en él debían haberse guardado. Se impuso, frente a ellas, un ‘resultadismo’ que, importado, quizá, del mundo futbolístico, tiende a exculpar por el triunfo alcanzado las marrullerías usadas para obtenerlo. El shakespeariano «a buen fin no hay mal principio» o «bien está lo que bien acaba» es criterio que rige por doquier en el comportamiento humano. No hace falta ser políglota para saber que se trata de un refrán expresado, con unos u otros términos, en todas las lenguas del mundo. Refleja el pragmatismo de bajo vuelo que rige en el proceder popular.

Pero la política y el derecho no se rigen por las mismas reglas. Las formas se regulan precisamente para salvaguardar la corrección del fondo. Y, en el caso que nos ocupa, el desprecio que hacia ellas ha mostrado la acción política es tan escandaloso que, si bien no invalida el fondo de lo acordado, supone un vicio de origen que lo debilita y merece ser severamente criticado. El acuerdo lo han trabado y rubricado el Gobierno y el principal partido de la oposición y, al hacerlo, ni siquiera se han preguntado si lo que estaban abordando era asunto de su competencia o si no estarían cometiendo una flagrante usurpación de funciones, ayudados por la dejación que otras instancias también hacían de las que a ellas les están encomendadas. Porque la ley es taxativa al encargar a las Presidencias de las dos Cámaras que integran las Cortes Generales -Congreso y Senado- el cometido de dirigir el proceso de elección de los vocales del CGPJ cada vez que éste se renueva. Ha ocurrido, en cambio, que el Gobierno y el PP han ignorado el precepto y las Presidencias de las Cortes ni han defendido sus competencias ni impedido tan irregular e irrespetuoso comportamiento. Y así, si los primeros se han extralimitado, las segundas se han inhibido de ejercer sus atribuciones. En cuanto a los demás partidos de las Cámaras, han optado por guardar un vergonzoso silencio hasta el momento en que, viendo el nulo beneficio obtenido, han denunciado el proceso con hipócritas quejas y estériles protestas.

La cosa no es baladí. Pervierte el procedimiento regulado y redunda en el desprestigio del segundo poder del Estado, que, al someterse, da un paso más en la progresiva pérdida de autonomía que está sufriendo y en el indigno papel de ejercer como mecánica correa de transmisión de los deseos del Ejecutivo. La cosa es, pues, grave. Así lo afirma la resolución con la que el TC acaba de dar parcial razón al recurso de la exconsejera de la Junta de Andalucía Magdalena Álvarez contra la sentencia de los ERE. «Cuando un poder del Estado se extralimita en el ejercicio de sus atribuciones, se infringe el principio de separación de poderes y se altera el diseño institucional constitucionalmente previsto». Claro que, según el razonado artículo que Ruiz Soroa publicó el jueves en este medio, el TC podía haberse aplicado a sí mismo ese principio que tan solemnemente proclama y evitado inmiscuirse y emitir una resolución con la que él mismo se mete en la camisa de once varas en que, a su entender, se metieron la Audiencia de Sevilla y el TS al juzgar trámites legislativos. Coherencia obliga. Pero, en la política actual y, al parecer, también en el TC, el único objetivo es, como en el fútbol, «ganar, ganar y volver a ganar». Luis Aragonés dixit.