En memoria de Antonio Beristain

En la época en que los curas vascos se negaban a celebrar misas por las víctimas del terrorismo o las despachaban de un modo aséptico, un artículo de Beristain crítico con la actitud del obispo Setién se saldó con la prohibición de volver a escribir en la prensa. Son cosas que debe recordar la feligresía, ahora que se habla de obispos ‘conservadores’ y ‘bofetadas’ a la línea pastoral de la Iglesia vasca.

No ha habido muchos curas con plaza de aparcamiento en mi corazón: creo que aún menos que novias, que ya es decir. Quizá el que me mereció más largo y constante afecto fue Antonio Beristain, que acaba de morir. Beristain fue jesuita, catedrático de Derecho Penal y fundador del Instituto Vasco de Criminología. Se preocupó especialmente -y antes que nadie- de la consideración que merecen las víctimas en el tratamiento de los delitos, una rama académica que él llamó ‘victimología’ y de la cual existen ahora cátedras que llevan su nombre en la Universidad Carlos III de Madrid y en la de Murcia. Sobre estos temas publicó numerosos estudios eruditos y apasionados, como él mismo.

Pero para nosotros, los que participamos en movimientos cívicos como Gesto por la Paz o Basta Ya, fue mucho más. Nunca faltó a una concentración tras un atentado, ni a una manifestación contra ETA y a favor de la Constitución. En la época en que los curas vascos se negaban a celebrar misas por las víctimas del terrorismo o las despachaban de un modo tan aséptico que siempre quedaba la duda de si se lo tenían merecido, Beristain defendió incluso ante quienes no somos creyentes el honor del altar, como antes que él hicieron otros en épocas de persecución totalitaria. Esta actitud no le ganó popularidad ante sus superiores: un artículo crítico con la actitud del obispo Setién se saldó con una reprimenda de su provincial y la prohibición de volver a escribir en la prensa. Son cosas que deben ser recordadas por la feligresía católica (entre la que obviamente no me cuento), ahora que tanto se habla de obispos ‘conservadores’ y ‘bofetadas’ a la línea pastoral de la Iglesia vasca.

Estuve con él en la cárcel de Martutene, para hablar de cuestiones morales a los reclusos (a fin de cuentas yo también fui alguna vez uno de ellos, qué caramba) y varias veces en Villa Soroa, en el Instituto por él dirigido. Solíamos reírnos juntos. Era un hombre bueno y liberal, lo contrario de un integrista, un dogmático o un inquisidor. Obtuvo reconocimientos internacionales por su trabajo y premios de las asociaciones de víctimas, el último este mismo año, de la fundación Gregorio Ordóñez. Pero, que yo sepa, ninguno de las instituciones vascas: nada de premios Euskadi, ni tambores de purpurina, ni medallas cívicas. Claro que como no fue cocinero era difícil que aspirase a más. Borges tiene un poema, ‘Los justos’, en el que habla de un puñado escaso de hombres a los que nadie conoce ni reconoce pero cuya rectitud salva al mundo. Me alegra haber sido amigo de uno de ellos. Que la tierra te sea leve y el cielo divertido, querido Antonio.

Fernando Savater, EL CORREO, 30/12/2009