Enanéndum y ausencia del Estado

Mientras la amenaza del enanéndum de Ibarretxe suscitó el rechazo de los dos partidos mayoritarios –gracias a la movilización del constitucionalismo vasco–, esta última barbaridad no ha merecido ni una declaración de pasillos. Muestra de la degeneración del sistema político; demostración de la importancia de los movimientos ciudadanos, y un aviso de la proliferación de enanéndums que se avecina.

Cuando Forges era el gran Forges, publicó una viñeta donde dos enanitos que paseaban juntos mantenían más o menos el siguiente diálogo: “¿y tú que vas a votar en el enanéndum?”; “servidor votará en rojo, o sea abstención”, contestaba el otro. Era una sátira contra uno de los últimos referéndums del franquismo, quizás el de la propia Reforma Política, en que gran parte de la izquierda renaciente pidió la abstención al considerar que era un modo de perpetuar el franquismo al modo gatopardesco. Luego no fue así, pero el cambio forgeano de referéndum por enanéndum resultó brillante. Pues bien, Cataluña tuvo su enanéndum el pasado domingo.

Que fuera una consulta ilegal, con ser grave, ya da casi igual en un país donde parece que las leyes se aprueban para poder burlarlas desde las más altas instancias, y donde la fiscalía es un instrumento al servicio del gobierno que actúa según le convenga a éste. Lo más grave del enanéndum perpetrado el domingo es que se preguntaba a los catalanes por una decisión que sencillamente no es de su competencia, porque en un eventual referéndum por la secesión de Cataluña tendríamos que votar todos los afectados y no sólo algunos, y ese “todos” no es otro que el conjunto de la nación constitucional -que es la única políticamente existente, aunque Peces Barba y otros descubran ahora los arcaísmos románticos de la “nación cultural”. Vamos, que no sólo los avecindados en Solsona o Puigcerdá, sean nativos o inmigrantes, deberían votar llegado el caso sobre si quieren o no seguir formando parte de España, sino también los avecindados en Algeciras, Vigo o Aranda de Duero.

La razón es muy simple: todos los ciudadanos españoles tenemos los mismos derechos y obligaciones constitucionales, luego todos tenemos idéntico derecho a votar sobre algo que sin duda nos afecta a todos, a saber, la integridad y unidad del Estado del que somos ciudadanos. Ni más ni menos. Y esta es la razón básica por la que, en un Estado democrático, un referéndum de autodeterminación representa siempre un atentado contra la democracia: da a una parte el privilegio de decidir sobre lo de todos, creando por tanto dos categorías de ciudadanos, una con derechos plenos y otra privada de ellos. La parte privilegiada se impone a la mayoría muda despojada de la integridad de su ciudadanía por una decisión unilateral: eso y no otra cosa es un acto de autodeterminación en un país democrático. Y esta es la razón por la que un demócrata no puede aceptarlo: porque rompe absolutamente el principio de igualdad política y jurídica de los ciudadanos, o lo que es lo mismo, rompe la regla seminal de la democracia.

Un enanéndum es a un referéndum lo que un juego de monopoli al genuino mercado inmobiliario. Jurídicamente no sirve para nada y tampoco respeta las reglas de una consulta democrática, pero puede ser divertido y maneja conceptos imponentes. Y desde luego, tiene consecuencias políticas. A diferencia del referéndum, el enanéndum jibariza a los ciudadanos, enaniza sus derechos y encoge el concepto de ciudadanía.

Boadella se ha referido a que el desafecto del nacionalismo catalán ya comenzó, en el inicio mismo de la Transición, con el cultivo deliberado de la diferencia cultural, que encubría la falacia de que Cataluña y España carecen de verdaderos lazos políticos democráticos, pues la segunda siempre se habría impuesto a la primera mediante la opresión y la fuerza. Sin duda Albert tiene razón, y su lúcido comentario alerta del extremado peligro que encubre el cultivo político de las llamadas “diferencias culturales”. Pero la Caja de Pandora comenzó a abrirse con la deconstrucción planificada del principio constitucional de igualdad. En concreto, cuando el PSOE aceptó la aberración del principio de bilateralidad España-Cataluña, instaurado por el nuevo Estatuto catalán, y luego cuando el PP, pese a recurrir el Estatut en el Constitucional (por cierto, ¿sigue alguien ahí?), incorporó ese mismo principio recurrido al Estatuto de Valencia a través de la “cláusula Camps”.

Una vez instaurada la bilateralidad en las relaciones España-Cataluña –y en su huella, el de todas y cada una de las comunidades autónomas con el Estado-, no sólo se ha dado un paso casi definitivo hacia un sistema confederal, sino que se abrió la veda que ha conducido al enanéndum del domingo. En efecto, si Cataluña ha conseguido casi una relación de Estado a Estado con España, ¿por qué no darle un carácter más claro y definitivo mediante una consulta de autodeterminación no mucho más unilateral que el Estatuto de autonomía? No es a los independentistas catalanes a quienes hay que reprochar que persigan sus metas políticas –aunque sí que lo hagan por medios ilegales, ante la pasividad del Estado que debe impedirlo-, sino a la estupidez ya indescriptible de los partidos políticos grandes, que permanecen paralizados y estupefactos como si no hubiera nada que hacer o esto no fuera con ellos. Ellos son tan responsables del enanéndum como quienes lo han convocado.

Mientras la amenaza de Ibarretxe de convocar su propio enanéndum consiguió al menos suscitar la respuesta conjunta de rechazo total de los dos partidos mayoritarios en el Congreso de los Diputados –gracias a la larga movilización del constitucionalismo vasco contra el nacionalismo obligatorio-, esta última barbaridad ni siquiera ha merecido una declaración en los pasillos. Una buena muestra de la velocidad a la que degenera nuestro sistema político, una demostración de la importancia de los movimientos ciudadanos y de la opinión pública (de su actividad o de su ausencia), y un aviso de la proliferación de enanéndums que se avecina. Un amigo de León me alerta, por ejemplo, de que los nacionalistas de allí desean hacer uno como el catalán para crear su propia comunidad autónoma en León, Zamora y Salamanca. Pronto se convocarán incluso en las comunidades de vecinos para ver si se les conviene más ser municipio independiente. Es lo que pasa cuando el Estado desaparece, convertido en una cáscara vacía, y cuando el gobierno de las leyes, que no otra cosa es la democracia, es sustituido por el interés de los grupos de presión.

Carlos Martínez Gorriarán en su blog, 15/12/2009