Encauzar los nacionalismos para evitar la fragmentación de Europa

EL MUNDO 18/09/14
EDITORIAL

EUROPA CONTIENE hoy la respiración mientras cinco millones de escoceses deciden su futuro y, a la postre, el porvenir de 500 millones de ciudadanos. A estas alturas nadie duda de que una victoria de los independentistas sería la mejor gasolina para alimentar procesos similares en Italia, Bélgica o España. Incluso puede tener repercusiones en Ucrania porque se pone en bandeja a Vladimir Putin fomentar la secesión de las zonas rusófonas del este para crear un Estado más leal a sus intereses. Es pues lo que se juega Europa –y no sólo la UE– en Escocia y hay que agradecer esta peligrosa incertidumbre al primer ministro británico, David Cameron.

Cameron rechazó el envite del ministro principal de Escocia, Alex Salmond, que había pedido un aumento de la autonomía, y lanzó el órdago del referéndum creyendo que el sentimiento de los escoceses estaba muy lejos de la secesión. Ayer se justificó alegando que, de no haber activado esa consulta, el apoyo a la independencia sería mayor. Al final, y vistas las concesiones realizadas el martes por Cameron, Nick Clegg y Ed Miliband para convencer a los ciudadanos de que se queden en el Reino Unido, Escocia tendrá más autonomía que antes. Sin conocer el resultado del referéndum, Cameron ya ha perdido. En todo caso, sería un grado de autonomía muy inferior del que goza Cataluña. Ambos procesos son históricamente distintos, pero no se pueden desdeñar los paralelismos que han desembocado en que, en este otoño de 2014, Escocia y Cataluña tengan planteadas sendas consultas secesionistas.

En ambos casos los independentistas arguyen razones históricas y se presentan como naciones subyugadas por un Estado centralista. A esto se unen motivos económicos. En Escocia, por ejemplo, ha calado la idea de que la gestión exclusiva de los ingresos del petróleo del Mar del Norte permitiría pagar y mejorar los servicios sociales, mientras que en Cataluña ha hecho fortuna el eslogan Espanya ens roba porque la región aporta más al presupuesto del Estado de lo que recibe. Además, la crisis ha exacerbado el sentimiento nacionalista. Ante la desesperación del paro y de la pobreza muchos ciudadanos pueden confiar en ese cambio radical que prometen los independentistas para mejorar una situación que para ellos no puede empeorar. Por ello se explica que partidos que contaban con el 15 o el 20% delos votos antes de la crisis estén ahora en el 30 o 40%.

Son casos distintos, pero es llamativo lo tarde que han reaccionado los gobiernos británico y español frente al empuje del separatismo. Una vez abonada la ruptura, tanto Cameron como Mariano Rajoy no sólo no hicieron nada para corregir la estrategia de los independentistas, sino que les permitieron ganar la batalla de la opinión pública en su terreno. Buena prueba de ello es que el soberanismo ha conseguido presentar algo tan importante como la división de un país y de una sociedad como un sencillo ejercicio democrático.

Con este planteamiento de partida, cualquier oposición o reparo al derecho a decidir corría el riesgo de ser tachado automáticamente de autoritario y de formar parte de una «operación recentralizadora a gran escala», en expresión de Artur Mas en el debate de política general en el Parlament. En el caso catalán, esta actitud negligente del Gobierno es si cabe más grave, ya que el soberanismo se ha valido sistemáticamente de recursos públicos para hacer proselitismo e imponer su visión, como prueba el despliegue institucional con que la Generalitat y todos los partidos nacionalistas estimularon la manifestación de la Diada.

El Gobierno británico recurrió a última hora a movilizar a artistas de fama internacional como Mick Jagger, David Bowie o Paul McCartney en pro de la unión –por no hablar del desesperado discurso de David Cameron del martes–, pero en el caso de España la oposición al 9-N ha partido en exclusiva de la sociedad civil. Es verdad que el de Escocia es un referéndum pactado, mientras que el plan de Artur Mas y ERC pasa por una consulta ilegal. Pero también es cierto que el problema está sobre la mesa y que la virtualidad de ambos procesos es que, sea cual sea su desenlace, el independentismo habrá ganado. En Escocia el triunfo del sí tendría consecuencias económicas y sociales gravísimas y supondría, como señaló ayer Rajoy en el Congreso, «un torpedo en la línea de flotación del espíritu de la UE». Pero, aun saliendo el no por un estrecho margen –como las encuestas pronostican– la votación habrá permitido escenificar la polarización de Escocia como colofón de una deriva que, en sí misma, ha dividido emocionalmente a la sociedad.

El líder independentista, Alex Salmond, dijo que no volverá a plantear más la cuestión en 20 años si pierde el referéndum, pero este compromiso puede volatilizarse con un simple cambio de Gobierno. Del mismo modo, en Cataluña la celebración de una consulta ilegal, además de un atentado contra el orden jurídico, supondría consolidar las bases de una ruptura. Es ingenuo pensar que el nacionalismo se conformaría, fuese cual fuese el resultado, con una votación meramente consultiva. En este sentido, tanto el Gobierno como los partidos constitucionalistas deberían implicarse más en hacer pedagogía social sobre las nefastas consecuencias que tendrá permitir a los independentistas sacar las urnas a la calle el 9-N.

El referéndum en Escocia, sea cual sea el resultado de la votación de hoy, ha generado ya una situación perversa. Si gana el sí se abre un escenario de imprevisibles consecuencias en toda la UE. Y aun ganando el no, el germen independentista habrá cuajado y será cuestión de tiempo que se vaya extendiendo a otras regiones de Europa. Los gobiernos deberán esmerarse en encauzar el fenómeno nacionalista para evitar que degenere en una grave fragmentación política y social y en el fracaso del proyecto de la Unión Europea.