Enemigos

ABC 07/08/16
JON JUARISTI

· Una política no referida a un enemigo equivale a una ética sin concepto del mal

Alos cuarenta años de la designación de Adolfo Suárez como presidente de Gobierno por el Rey Juan Carlos I conviene preguntarse por qué salió adelante un proyecto, la reforma política, que parecía tenerlo todo en contra. Don Juan Carlos había llegado a la Jefatura del Estado como sucesor de Franco, no como heredero de la Corona. La oposición todavía clandestina estaba compuesta en su mayoría por partidos que afirmaban representar la continuidad de la República contra la que Franco se había alzado. Es cierto que, como argumentaba Julián Marías, el régimen franquista, aun careciendo de legitimidad, ostentaba una legalidad reconocida por la ONU, la Comunidad Europea y la Alianza Atlántica, mientras a los restos de la institución republicana no les quedaba sombra de una ni de otra. Quienes denuncian la Constitución de 1978 como un lavado de cara del franquismo al que se plegaron los dirigentes de la oposición por canguelo u oportunismo, lo hacen desde un mal digerido Hobbes para dummies, no desde una interpretación realista de los datos históricos.

Para empezar, no cabe hablar de un franquismo sin Franco. Que seguía habiendo franquistas en 1976 es innegable. Pero ya no existía ni podía existir un régimen franquista. Los que detentaban aún las instituciones creadas por aquél eran conscientes de su falta de legitimidad y de la necesidad de su transformación, lo que explica que la destitución de Arias Navarro no fuera seguida de una rebelión de su gabinete (del que Suárez formaba parte) ni de las Cortes, ni mucho menos del Ejército. En el año que siguió al ascenso de Suárez a la Presidencia, la oposición se fue percatando de que se había quedado sin enemigo, lo que explicaría el fin de su antagonismo con Don Juan Carlos, pero no la rápida formación de los consensos democráticos. Lo que los hizo posibles, lo que permitió la restauración de la política, fue la conciencia de que un nuevo enemigo había aparecido en escena, un enemigo más peligroso que el búnker franquista: ETA, que tres días después de las elecciones a Cortes constituyentes asesinó al antiguo alcalde de Bilbao Javier de Ybarra y Bergé como una explícita declaración de guerra a la recién nacida democracia liberal, única posible y realmente existente.

Casi todas las fuerzas democráticas, cualquiera que fuese su procedencia, supieron ver en ETA el enemigo común, y digo casi todas, porque el PNV vio otra cosa: no un enemigo sino un pretexto para obtener concesiones. En cualquier caso, los consensos fundamentales duraron hasta 2004, cuando el PSOE decidió por su cuenta pactar la paz con la izquierda abertzale (brazo político de ETA) a cambio del desarme de la banda. Como no existe política sin enemigo y el PSOE había decidido retirar ese título a la izquierda abertzale, el sistema democrático empezó a descomponerse al reaparecer los antagonismos entre la izquierda (secundada por los nacionalismos secesionistas) y la derecha. Quizá los atentados del 11-M habrían podido inducir a una reconstrucción de los grandes consensos de 19771978, que fueron en gran medida una consecuencia del secuestro y asesinato de Javier de Ybarra, pero, como el tácito Villadiego, Rodríguez Zapatero puso toda su razón de Estado en una retirada, se negó a admitir que el terrorismo islámico nos había declarado la guerra y optó por exorcizar el miedo frenético de sus bases mediante escraches contra las sedes del PP y por la ostensión personal de un antiamericanismo estúpido y gratuito. ¿A quién le puede extrañar entonces el actual bloqueo institucional? ¿Acaso han cambiado las circunstancias y hemos vuelto a reconocer la amenaza de un enemigo común?