Enredos piadosos

 

La tolerancia moderna establece que las creencias son un derecho de cada cual, pero no un deber -positivo o negativo- de nadie ni mucho menos de la sociedad en su conjunto. Eso es lo que los intransigentes o los simples enredadores no soportan, por lo visto.

En el mundo actual parece que la religión ha perdido mucha de su influencia en los países desarrollados. Ha pasado a ser un asunto de cada cual, no una ocupación o preocupación pública. Por lo menos, eso es lo que se nos dice. Sin embargo, cada día encontramos en el periódico noticias de conflictos -algunos veniales pero otros bastante graves- ocurridos por causa o, mejor dicho, con el pretexto de la religión. Un pastor iracundo y aficionado a la publicidad quema un Corán en un villorrio de Estados Unidos y un grupo de fanáticos musulmanes asesina a varios occidentales en Afganistán; el presidente Sarkozy saca adelante una ley en el Parlamento francés que prohíbe llevar burka o niqab en los espacios públicos, lo cual desencadena protestas y polémica doctrinal; la capilla católica en la Universidad Complutense es invadida por un grupo de estudiantes contrarios a los dogmas de la Iglesia; y también en Madrid se convoca una procesión -luego ‘manifestación’- atea para el Jueves Santo, etc.

No son asuntos del mismo calibre, desde luego, pero todos favorecen la discordia humana -tan fácil de suscitar- y el estruendo mediático, que es más fácil de suscitar todavía. Conviene señalar que en todos los casos lo dañino no son las creencias religiosas o antirreligiosas que cada cual tiene con todo derecho para su uso personal, sino la manía de imponerlas a otros o de castigar a quien no las comparte. La tolerancia moderna establece que las creencias son un derecho de cada cual, pero no un deber -positivo o negativo- de nadie ni mucho menos de la sociedad en su conjunto. Eso es lo que los intransigentes o los simples enredadores no soportan, por lo visto.

Desde luego, hay que distinguir claramente entre groserías, imprudencias y crímenes. El reverendo Terry Jones es un orate ávido de notoriedad y probablemente un perfecto majadero, cuya manía de quemar coranes debe ganarle la antipatía de cualquier ser racional pero que sepamos no ha matado a nadie. Su provocación no está a la misma altura que los asesinatos que la han respondido, ni los justifican: por lo mismo que el violador no puede justificarse por la minifalda de su víctima, ni la fatwa de Jomeini por los ‘Versos satánicos’ de Salman Rushdie. Pero hay conductas lícitas, amparadas por la libertad de expresión, que sin embargo elementales normas de cortesía y convivencia deben evitar, aunque no sean delitos ni estén a la altura de las reacciones violentas que pueden suscitar. Por ejemplo, no creo que deba haber capillas de ningún credo en una universidad pública, pero hay formas de pedir su supresión que no implican conductas insultantes contra los creyentes que aún las utilizan. Y no dudo de la legalidad de manifestaciones ateas en Jueves Santo, pero son una exhibición improcedente y ofensiva contra una tradición que difícilmente podemos considerar como un agravio personal los ateos que abominamos de las sectas y por tanto no queremos que el ateísmo lo sea. Ciertos comportamientos lícitos no son corteses y quizá la única creencia que lamentablemente ya no tiene adeptos es la de las buenas maneras.

Más peliagudo es el caso de la prohibición del velo integral en Francia precisamente en la cuna del concepto moderno de laicismo. El Estado laico, a mi modo de ver, debe hacer cumplir las leyes civiles pero no implicarse en polémicas teológicas. En ciertas ocasiones, debe exigirse la identificación física de los ciudadanos: en un juicio, en un control de seguridad en el aeropuerto, en un aula. Es lógico que no se permita que en la fotografía del carnet de identidad se lleve burka, armadura o escafandra. Pero en la calle, en un parque o en un cine, no parece justificado perseguir a las mujeres que voluntariamente -esto es lo decisivo- quieren vestir de determinada manera. Que esa indumentaria denigra a la mujer es una opinión teológica, tan dogmática como la de quienes creen que protege su pudor. Lo que evidentemente vulnera la dignidad de una persona adulta es no dejarle hacer (por su bien, claro) lo que desea, siempre que no perjudique a otros.

Todos estos casos, cada cual a su manera, revelan un malaconsejado celo religioso, aunque sea contra la religión. En España pueden hacerse, por las vías adecuadas, reivindicaciones laicas muy convenientes, como anular el Concordato con la Santa Sede o sacar la enseñanza religiosa de las escuelas públicas. Pero los enredadores piadosos lo que quieren es provocar, malquistar o humillar a los que no piensan como ellos y eso, aunque revista formas legales, no parece cuerdo. Respetemos por cortesía y convivencia la intimidad de cada cual y guardemos la intransigencia para la defensa de las instituciones democráticas, que no pueden ser sino laicas.

Fernando Savater, EL CORREO, 24/4/2011