¿Es posible la reforma constitucional?

EL MUNDO 27/03/14
FRANCISCO SOSA WAGNER

· El autor considera que la falta de concordia es el principal obstáculo para abordar cambios en la Carta Magna
· Propone marcar metas de regeneración más posibilistas, como mejorar la ley electoral o despolitizar la Justicia

Se multiplican las voces en defensa de una reforma de la Constitución española: a veces son periodistas especializados; otras, profesores universitarios quienes están explicando sus razones. Incluso el propio presidente del Gobierno no parece descartarla si atendemos a lo que ha declarado en el Congreso con motivo del último Debate sobre el estado de la Nación.

Estamos ante una polémica recurrente y poco original porque circula también por otros países europeos. Desde luego se oye hablar de ella en Francia, donde hay plumas que abogan por una transformación a fondo de las instituciones de la V República, y respecto de Alemania debe decirse que no sólo se discute sino que se actúa, porque las modificaciones de la Ley Fundamental de Bonn han sido frecuentes: más de 50, casi a una por año, siendo la última más relevante la que en 2006 afectó al reparto de competencias entre la Federación y los Länder.

En España, la Constitución de 1978 se ha reformado tan solo en dos ocasiones: en 1992 para alterar el derecho de sufragio activo y pasivo en las elecciones municipales y en 2011 para incorporar la estabilidad presupuestaria. En ambas se utilizó el sistema llamado «ordinario», que requiere la aprobación por una mayoría de tres quintas partes de cada una de las Cámaras. Existe además el «reforzado» del artículo 168, que exige una primera aprobación de dos tercios de cada Cámara y la disolución inmediata de las Cortes para la constitución de unas nuevas que procederían al estudio de un texto constitucional. A su vez, éste deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de cada Cámara y, a continuación, se someterían todos estos trabajos a la ratificación de un referéndum entre todos los españoles. La justificación de tan complejo procedimiento se halla en la amplitud del objeto de estas reformas «reforzadas», pues pueden afectar al Título preliminar (artículos 1 a 9), a la tabla de derechos fundamentales o al Título II, dedicado a la Corona.

La nuestra es una Constitución que se califica como rígida, pero las hay más rígidas todavía, la alemana por ejemplo, cuyo texto, muy manoseado como hemos visto, declara la «eternidad» de la estructura federal de la República y de los derechos fundamentales (artículo 79.3). Son estas materias inderogables, imperecederas, cosidas a la imagen del Estado alemán de manera definitiva e inmutable. Parecidos preceptos, que podríamos llamar yertos, hallamos en las constituciones francesa (artículo 89) o italiana (artículo 139).
Junto a las reformas propiamente dichas hay que situar las mutaciones o cambios constitucionales que dejan intacto el texto constitucional y que están originadas por hechos que no tienen por qué conducir a una expresa reforma legal. Paul Laband, primero, y Georg Jellinek después, fueron los formuladores en Alemania de esta tesis, que distinguía además entre supuestos específicos de cambio y el cambio global que puede originar una «paulatina muerte de las Constituciones», lo que se conecta con la conocida ley sociológica formulada por el segundo relativa al «valor normativo de lo fáctico».

Se trata de correcciones silenciosas del texto constitucional que se producen –los juristas alemanes se han seguido ocupando de ellas en épocas más recientes– sin la alharaca de las discusiones parlamentarias, por lo que pasan inadvertidas para el público e incluso para los protagonistas del escenario institucional. Fluyen formando el humus en el que vive y se desarrolla el sistema político, cuyas intimidades no se pueden conocer sin comprender este fenómeno. El ejemplo más evidente en

España es el de nuestra incorporación a las instituciones europeas, origen de una serie de nuevos procedimientos y pautas de conducta que han alterado de forma determinante el ejercicio de las competencias por las Administraciones sin que ello se haya reflejado en los artículos de la Constitución.

Lo que está empero en el debate nacional en estos momentos es de alcance mucho más general y deriva del agotamiento que visiblemente sufre el sistema político inaugurado en 1978. En efecto, el deterioro de las instituciones fundamentales que sirven de vertebración al poder público, así como el desprestigio de los partidos políticos que sirven de vertebración al sistema democrático, están reclamando una intervención prudente pero valiente, en cierta manera como la que se practica en las mesas de los quirófanos. Hemos visto cómo podría hacerse pues no falta el utillaje adecuado para ello.

Ahora bien, a la vista de la realidad social española ¿es posible meter el bisturí con éxito? Mi respuesta es claramente negativa y ello por una razón: carecemos de los elementos de concordia necesarios para una aventura de esta magnitud.
Apoyados en conceptos clásicos, recordemos que el acto constituyente nace de la unidad política, que es anterior al ejercicio del poder constituyente mismo, porque siempre hay una voluntad que es previa a toda labor constitucional y a cualquier producción normativa. Sólo cuando el pueblo se transforma en unidad política (que sería la idea de nación de los revolucionarios franceses) es cuando puede nacer la voluntad constituyente y, con ella, la imprescindible energía ordenadora y transformadora.

Si esto es así, una comunidad que busca un texto constitucional es una comunidad que ha de hallarse integrada. Sin «integración» –enseñó hace años en Alemania Rudolf Smend– no hay Estado, siendo la Constitución el resultado formalizado de esa comunidad vertebrada. El Estado existe cuando hay un grupo relacionado que se siente como tal, que recrea y actualiza los elementos de que se nutre y que es capaz de participar en la vida y en las decisiones de la colectividad. En este sentido, podemos afirmar que las sociedades mercantiles se caracterizan por estar protegidas frente a sus posibles rupturas internas por la fuerza del derecho circundante representado por los jueces o por las autoridades administrativas. Para el Estado, por el contrario, no hay una garantía externa, como basado que está en la aquiescencia libre y siempre renovada de sus miembros. Esa aquiescencia democrática es el fundamento de ese artilugio que llamamos Estado, su sustancia, el espíritu que lo anima, que determina su existencia y que lo justifica. Por su parte, la Constitución, ordenación jurídica del Estado, no es sino el receptáculo que recoge los latidos de esa comunidad que hace a un pueblo sentirse Estado.

Por eso se trata de una realidad que fluye y de ahí que la legitimidad de la Constitución sea un problema en buena medida de fe social, de fe en esos atributos compartidos e intereses comunes que permiten al grupo vivir juntos y constituirse en Estado. En este contexto, lo simbólico juega un papel nada despreciable y, por ello, encontrar la forma de Estado más apropiada no es el producto tan sólo de una reflexión jurídica sino de un sentimiento en parte emotivo.
ESTO SE VE muy claro en la configuración de los Estados regionales o federales que han de basarse en un reparto de competencias bien aparejado, pero que de nada serviría si no existiera una conciencia clara en sus agentes y protagonistas de pertenecer todos a una misma familia o linaje. Sin esa conciencia, el edificio se viene abajo.

Pues bien, afirmo que las fracturas sociales y emotivas que alimentan los nacionalismos separatistas en España conforman el ejemplo de manual de una Constitución carente de esos elementos de integración indispensables para hacer posible su vigencia ordenada y fructífera. Mientras tales nacionalismos, representados por partidos políticos, sigan defendiendo sus tesis dirigidas a destruir el patrimonio común que supone la existencia de un Estado que ha de ser indiscutido hogar común, no tiene sentido pensar en la mera alteración de éste o de aquél artículo de la Constitución. Dicho de otro modo, mientras no nos pongamos de acuerdo en un credo compartido y libremente asumido, en un prontuario de cuestiones básicas, entre ellas, obviamente, la existencia misma de ese Estado, pensar que diseñar la distribución de competencias en materia de productos farmacéuticos puede servir de algo es fantasear o, como decían los antiguos, trasoñar.

En estos momentos, además, hay que añadir otro factor emocional de desintegración que se pone de manifiesto cada vez con más frecuencia: me refiero al ondear de banderas republicanas en manifestaciones públicas y al abucheo dirigido a algunas personas Reales motivado por el descrédito en que han incurrido algunos de sus miembros, indignos de habitar una Casa Real.

Pienso por todo ello que, a la vista de tales circunstancias, más nos valdría olvidarnos de empresas homéricas y poner manos a la obra, con severidad y competencia, de empeños menos ambiciosos. ¿Qué tal, como verbigracia, una reforma de la ley electoral que contribuyera a igualar el valor de los votos de los españoles? ¿Qué tal sustraer de las manazas de los partidos políticos a las instituciones judiciales, a los tribunales de cuentas y a la larga nómina de organismos reguladores «independientes»?

A lo mejor, meternos en estas reformitas nos serviría para ejercitarnos en el arte de la discusión libre de sectarismos y, ganados para esa causa, nos iríamos acostumbrando a iluminarnos con unas luces desconocidas que acabarían creando el mantillo donde se cultivara una nueva justicia distributiva y conmutativa, apta para derogar la vigente ley del embudo.
Francisco Sosa Wagner es catedrático y eurodiputado por UPyD. Su último libro se titula Juristas y enseñanzas alemanas (I): 1945-1975. Con lecciones para la España actual (Marcial Pons).