Estado de excepción en Cataluña

LUIS HARANBURU ALTUNA, EL CORREO – 06/10/14

Luis Haranburu Altuna
Luis Haranburu Altuna

· El nacionalismo catalán, como en su día el radical vasco, pretende establecerse en la excepcionalidad, como instancia legitimadora de su voluntad de escisión.

Con Franco supimos lo que era el estado de excepción y, ahora, de la mano de Mas y Junqueras, estamos a punto de conocer la versión nacionalista de dicho estado. Tratan de poner entre paréntesis la ley que no les gusta. Situarse fuera de la norma constitucional para, desde esa excepción, formular una nueva norma invocando una soberanía original y previa, equivale a proclamar un estado de excepción. Ese es el contenido que el padre del derecho a decidir, Carl Schmitt, atribuía a la soberanía política.

Carl Schmitt se afilió al partido nacional-socialista alemán, pero su más apreciado modelo no era otro que Mussolini. El jurista alemán lo visitó en su palacio de Piazza Venecia, donde pudo manifestarle su admiración. También manifestó su entusiasmo al régimen franquista, que con tanta frecuencia hechó mano del estado de excepción.

Fue uno de los pensadores más influyentes del siglo XX, aunque sus seguidores no siempre lo citen. Su influencia alcanzó a los neocoms americanos de la época de Reagan y Bush. Hoy en día son nuestros nacionalistas quienes, sin mencionarlo, ponen en practica sus ideas. Ven compatible su decisionismo con la democracia, pero llevado a su extremo es constitutivamente antidemocrático.

Dice el nacionalismo que los derechos humanos constituyen el fiel de su balanza, siempre y cuando se incluya entre ellos el derecho a decidir. Ocurre, sin embargo, que el supuesto derecho a decidir no constituye ninguna ley, sino que tan solo es una apetencia política. La capacidad de decisión de los humanos es lo que conforma al ser humano, pero dicha capacidad excluye algunos asuntos y cuestiones que son el núcleo incontrovertible de la sociedad democrática.

Pese a ser España una democracia formal y homologada, nuestra capacidad de decisión excluye, por ejemplo, el cuestionamiento de las obligaciones fiscales o la desobediencia a la autoridad legalmente constituida. Entre las exclusiones de nuestra capacidad de decisión, cabe incluir la del cuestionamiento de la integridad territorial del Estado que nos acoge. Ningún país del mundo contiene en su Constitución la opción de su desmembramiento. Los nacionalistas, sin embargo, reclaman entre sus supuestos derechos la facultad de la escisión unilateral y anteponen su derecho de decisión a la norma constitucional que a todos nos constituye en ciudadanos. El derecho a decidir es, por su difuso contenido, el talismán que justifica y trata de legitimar el pensamiento reaccionario, que hace ya un siglo dio curso a dos guerras mundiales y a la más atroz de las deshumanizaciones.

Es la vieja cantinela del egoísmo trastocado en discurso agónico y victimismo doloso. Fue Carl Schmitt quien, tomando pie en el pensamiento conservador de Donoso Cortes y Maistre, formuló la teoría del decisionismo en el que se sustenta el derecho a decidir de los remozados nacionalismos de Euskadi y Cataluña. El decisionismo consiste, en breve, en la preeminencia de la voluntad sobre el derecho. Haciendo suya la frase del Leviathan de Hobbes –«auctoritas non veritas facit legem»–, postuló la preeminencia del la autoridad sobre la verdad.

Fue el mismo C. Schmitt quien formuló la teoría de que era el estado de excepción lo que verdaderamente constituía la esencia de la soberanía. Es decir, solamente el soberano es capaz de establecer la excepción sobre la que ulteriormente se erige la nueva legitimidad. El nacionalismo catalán, como ya en su día lo intentó el nacionalismo radical vasco, pretende establecerse en la excepcionalidad como instancia legitimadora de su voluntad de escisión. ETA no lo consiguió por la violencia terrorista, el nacionalismo catalán pretende lograrlo con el desbordamiento popular inducido desde las élites políticas. En el fondo de la cuestión lo que asoma es la frontal oposición, entre los usos de la democracia deliberativa y el decisionismo unilateral, que busca el conflicto para asentar la excepcionalidad como partera de la soberanía política. Este estado de excepción, como origen de la legitimidad soberana, pretende dejar en suspenso la vigente norma constitucional, apelando a otra legitimidad que tendría su origen en la necesidad absoluta de formular la soberanía de la nación catalana.

C. Schmitt concebía a la democracia como algo esencialmente antiliberal. Él afirmaba que la democracia consistía en la identidad entre gobernantes y gobernados, lo cual supone necesariamente la homogeneidad, es por ello que afirmaba que «el poder político de una democracia estriba en saber eliminar o alejar lo extraño y lo desigual, lo que amenaza la homogeneidad». Para Carl Schmitt ni el nazismo, ni el bolchevismo eran regímenes no democráticos. En su opinión, la dictadura es el auténtico vehículo de la unidad popular. El pensamiento político de Schmitt es también hondamente anticonstitucional; siempre estuvo fascinado por lo excepcional, lo no organizado, lo irregular. El territorio ordinario de la política es la crisis. No puede aspirarse a la domesticación de la política. Ésta no puede someterse nunca a reglas fijas.

El panorama político de España es sombrío y no augura una salida fácil del laberinto al que los nacionalismos nos han conducido. Ellos buscan la arcaica y reaccionaria identidad de un sueño impostado. Buscan la excepcionalidad que los constituya en soberanos, poco les importa la nobleza de su causa o la legitimidad de sus pretensiones, al fin y al cabo, como afirmaba Mussolini, «hemos creado un mito; el mito es una fe, un entusiasmo noble; no necesita ser real, es un empuje, una esperanza, fe y valor. Nuestro mito es la nación». Curiosamente el honorable Artur Mas arengaba, recientemente, a tener fé, esperanza y valor para establecer lo que, cada vez, se parece más a un estado de excepción.

LUIS HARANBURU ALTUNA, EL CORREO – 06/10/14