Ética y democracia

JOSEBA ARREGI, EL CORREO 21/03/13

· Matar en nombre de un proyecto político pone de manifiesto el totalitarismo de un proyecto político,aunque no lo constituya en primer término.

Una de las señales más evidentes de la mala situación de la política democrática en Euskadi es la necesidad de volver una y otra vez a los conceptos e ideas fundamentales que la constituyen y explican. La claridad de las ideas parece estar en proporción inversa a la frecuencia de su uso. Un uso, por supuesto, partidista y particular, pero con la pretensión de una universalidad capaz de condenar siempre a los adversarios o enemigos políticos.

Uno de los extremos que más sorprenden, o al menos debieran sorprender, es el recurso a la ética como algo distinto, y previo por lo general, a la democracia. La ética y la democracia son, al parecer, dos dimensiones separadas, cada una con sus principios y con su lógica. La ética no es interna a la política democrática, sino algo que le viene impuesto desde fuera, parece. Si la ética es previa y distinta a la democracia, parece que la democracia puede funcionar sin referencia alguna a la ética. Al menos, sin que la ética sea una exigencia inherente a la propia política democrática.

Esta separación de ética y política entre nosotros, y su radicalización, tiene su explicación, como otras muchos fenómenos no deseables que nos acompañan, en los largos años de violencia terrorista de ETA. Gesto por la Paz, en un esfuerzo por encontrar un suelo que pudiera ser compartido por todos los partidos políticos, nacionalistas y constitucionalistas, creyó encontrar en la referencia al previo de la ética ese suelo compartido: dejar de lado el significado político de la violencia terrorista de ETA –su estar al servicio de un proyecto político nacionalista y socialista radical– para poder condenarlo sin tapujos en el plano de la ética.

Esta separación nítida entre ética y política democrática es, sin embargo, profundamente dañina para la idea democrática de democracia, si se me permite la redundancia. La política democrática es precisamente democrática por la integración en sus principios de algunos principios fundamentales de la ética. Democracia no es, como hemos tenido que escuchar recientemente, oír lo que no nos gusta. La democracia no obliga a escuchar a Hitler. La democracia no obliga a escuchar a Stalin. La democracia no obliga a escuchar a ningún dictador, ni a nadie que pretenda invalidar el valor de la tolerancia.

Para decirlo con toda claridad: la democracia ni empieza ni acaba con la obligación de escuchar la voz del pueblo, pues si el pueblo decide algo que está en contra de los derechos humanos, esa decisión nunca podrá ser considerada democrática. ¿Cree alguien que en España se puede introducir, si lo exigiera el pueblo en referéndum, la pena de muerte en la Constitución sin que ésta deje de ser democrática? La política democrática pone límites al poder: de los gobiernos, de los legislativos, del sistema judicial, y también del pueblo. Y son los límites del imperio del derecho, los límites de los derechos humanos y de todas las leyes que de esos derechos humanos se derivan.

Es evidente que no puede existir democracia sin respetar la voz y la voluntad del pueblo. Pero esa escucha y ese respeto no agotan, ni mucho menos, la democracia. La política democrática es un juego dentro de unos límites que vienen marcados, como se ha dicho, por el sometimiento al derecho. Ante el imperio del derecho no hay soberanía que valga, y la soberanía, la voluntad del pueblo pasa a ser democrática sólo si y cuando se somete al imperio del derecho, si y cuando deja de ser voluntad constituyente y se convierte en voluntad constituida, es decir, limitada, no soberana.

Todo esto tiene una importancia extraordinaria, porque el derecho no es algo abstracto, sino una exigencia muy concreta. La concreción más importante es la del derecho a la libertad de conciencia, a la libertad de pensamiento, de opinión, de confesión religiosa –o de no tener ninguna–, a la libertad de expresión, de asociación, a la libertad de identidad y de sentimiento de pertenencia. El poder debe ser ejercido respetando los límites que le impone ese derecho, y debe garantizar las libertades que se derivan de ese derecho que constituye al ciudadano.

La consecuencia de esta limitación del poder para que sea considerado democrático es que consagra la heterogeneidad social, el pluralismo de la sociedad en la que se ejerce el poder, la limitación y la particularidad de cada una de las ideas, confesiones, convicciones, identidades, sentimientos de pertenencia, opiniones que viven y se expresan en cada una de las sociedades. Esa limitación y esa particularidad son posibles precisamente en la aceptación de la universalidad del derecho al que se debe someter todo poder en la medida en que quiera ser considerado democrático. El respeto al pluralismo y a la heterogeneidad social es la prueba del nueve de todos los proyectos políticos. Matar en nombre de un proyecto político pone de manifiesto el totalitarismo de un proyecto político, aunque no lo constituya en primer término, su incapacidad de respetar el pluralismo y la heterogeneidad social, de atenerse a la limitación y particularidad de las ideas que contiene.

Clarificar las ideas en este sentido facilita bastantes cosas muy confusas en la política vasca: los presos de ETA no son presos políticos porque no están condenados por sus ideas, sino por sus asesinatos. Las víctimas asesinadas por ETA sí son víctimas políticas, sí poseen significado político, pues fueron asesinadas en nombre de un proyecto político totalitario: reclaman a gritos una política democrática. Pero no son víctimas de un conflicto político, ni lo son de su propia incapacidad de diálogo para la resolución de no se sabe qué conflicto. El diálogo en la política democrática sólo es posible respetando la gramática de la democracia constituida por las leyes basadas en el derecho. Lo demás es la ley de la fuerza y el chantaje. Nunca diálogo.

JOSEBA ARREGI, EL CORREO 21/03/13