Euronihilismo

En Francia, liberal ha pasado a ser el máximo insulto. ¿La Constitución? Unos grilletes liberales según los defensores del no, una barrera contra el liberalismo según los del . La Francia de los de arriba llama a la resistencia contra el ogro liberal. El pueblo se arma de valor, decide abatir al monstruo y sacrifica el de las clases dirigentes en el altar de su inconsecuencia.

Dejémonos de historias. A los que, como yo, defendían el sí, les aconsejo vivamente que no minusvaloren el no francés: expresa un movimiento de fondo y de dimensión continental. A primera vista, la mayoría del no es proteiforme y contradictoria. Plasma angustias diversas, amalgama descontentos y suma sin miramientos prejuicios de extrema derecha y extrema izquierda. En realidad, este batiburrillo confuso y combativo es señal de fuerza. Al no no le preocupan sus divisiones internas, le une lo que tiene enfrente. Parte de cero. Antiliberal, antinorteamericano, antiinmigrantes del Sur y, sobre todo, del Este, asqueado por la burocracia cosmopolita de Bruselas, declara la guerra a la competencia polaca, los depredadores bálticos y -no nos olvidemos- los futuros invasores turcos. El no protege las fronteras de la antigua Comunidad. Y así, como quien no quiere la cosa, el referéndum oficial sobre la Constitución se ha convertido en un referéndum oficioso y retrospectivo sobre la ampliación de 15 a 25 miembros. Los franceses que solían abstenerse en masa en las elecciones al Parlamento Europeo se consideraban euroescépticos. El 29 de mayo, al asestar sin contemplaciones el golpe del no, se han convertido en euronihilistas. Se acabó el tiempo de la fraternidad.

Más grave todavía es que las fobias sobre las que se apoya el no las alimentan los defensores oficiales del sí. ¿No fue Chirac quien, durante el conflicto de Irak, tuvo la arrogancia de afirmar que los europeos del Este sólo tenían un derecho: «El de callarse»? La obsesión de la diplomacia francesa es crear una Europa-potencia que se oponga a la hiperpotencia estadounidense. No es el sueño de una Europa europea, sino de una Europa francesa. París-Berlín-Moscú, he ahí la columna vertebral. Bruselas o Varsovia, que se limiten a comportarse como es debido. Ellas van a ser las víctimas expiatorias del fracaso en el referéndum.

¡Mejor Putin que Bush! ¿Cómo se puede reprochar al elector francés que sea más lógico que el señor De Villepin? Todo el mundo sabe que la Europa de los 25 se niega, en su mayoría, a utilizar a Moscú y Pekín en contra de Washington. De modo que ¡al diablo los 25! Los socialistas que defienden el no -Fabius, Emmanuelli- optan por un chiraquismo sin Chirac y refuerzan esta geopolítica chapucera con argumentos populistas. Agitan el espectro del dumping y las deslocalizaciones. Ante el fontanero polaco que nos quita los trabajos o la Estonia que roba nuestras fábricas, optemos por un nuevo Yalta y demos con la puerta en las narices a las jóvenes democracias del Este de Europa.

La libertad asusta. En Francia, liberal ha pasado a ser el máximo insulto. ¿La Constitución? Unos grilletes liberales según los defensores del no, una barrera contra el liberalismo según los partidarios del sí. ¡Abajo Spinoza, Kant, Adam Smith o Popper! Estamos pagando decenios de mentiras y fantasías. Francia vive en una economía de mercado globalizada pero habla en tono socialista y nacional. Es normal que el elector siga el camino que le indican los discursos. Hace poco, Chirac declaró: «El liberalismo es una ideología tan nociva como el comunismo, y, como el comunismo, acabará fracasando». La Francia de los de arriba, tanto el como el no, llama a la resistencia contra el ogro liberal. El pueblo se arma de valor, decide abatir al monstruo y sacrifica el de las clases dirigentes en el altar de su inconsecuencia.

Me responderán: 10 % de paro, 11 % de pobres, eso es lo que explica la expansión de las pulsiones xenófobas y nihilistas, eso es lo que justifica el odio al parlamentarismo o el llamamiento a la denuncia de los trabajadores polacos. Pero no. La crisis no es económica y social, ni mucho menos, sino esencialmente mental. Los tabúes ceden. Los frenos que controlan el odio al otro, desde el extranjero hasta la máxima autoridad, se han aflojado. El muelle moral ha saltado en la izquierda. Durante esta campaña, he oído a dirigentes socialistas que estigmatizaban a trabajadores de otros países europeos como antes sólo sabía hacerlo la extrema derecha. He visto a Jean-Pierre Chevènement que gritaba contra los «oligarcas de Bruselas» y demostraba el origen putiniano de su lenguaje. He asistido a apologías delirantes de la tierra francesa que olían demasiado a pasado, incluso al más escabroso de nuestra historia.

Las pulsiones extremas han adquirido una pátina de respetabilidad mayoritaria gracias a los líderes socialistas del no. En 1992, en la época de Maastricht, el electorado dividido de la derecha parlamentaria estuvo a punto de dar calabazas a Europa. En esta ocasión, es el electorado de izquierda el que ha provocado el vuelco, tal como demuestran las cifras. En Francia, el 40% de los electores son antieuropeos y antidemócratas. Fabius aporta el resto. El tono y el estilo de dos meses de campaña estrictamente ideológica, dominada por las antinomias favoritas del siglo XIX, han recuperado de la fraseología revolucionaria su maniqueísmo trasnochado. ¿Esta constitución es social o liberal? Ésta ha sido la pregunta central del debate. El enfrentamiento entre «la competencia libre y sin distorsiones» y «la protección social», traducido como una elección entre la jungla del mercado o el Estado protector. El resultado es que lo muerto se ha apoderado de lo que estaba vivo, y 50 años de construcción europea han acabado en la basura.

Mal que bien, desde hace medio siglo, los demócratas cristianos, en alternancia con los socialdemócratas, habían establecido que la eficacia económica y la preocupación social no sólo no se excluían sino que podían conjugar libertad, prosperidad y solidaridad. En circunstancias mucho más miserables que las de hoy, esa apuesta levantó a Europa occidental de sus ruinas y la convirtió en la segunda potencia económica del mundo, e incluso en la primera en el aspecto del bienestar. ¡Se acabó! Tanto en Alemania como en Francia, los partidos de izquierda han dejado de asumir los desafíos de una «economía social de mercado». El presidente del SPD, Franz Müntefering, resucita anatemas antediluvianos, truena en Berlín contra las «langostas del capital internacional» que saquean el trabajo productivo y se apoya en las críticas antiamericanas y anticapitalistas para evitar un desastre electoral anunciado. El cambio de Schröder, antiguo «amigo de los empresarios», es similar al giro de 180 grados de Fabius, el oportunista ex primer ministro, que solía ser liberal y muy poco bolchevique.

El triunfo del no francés y la deriva demagógica de los socialistas continentales proceden del mismo declive moral y mental. Si existiera un relevo, un fracaso semejante de la inteligencia y la generosidad no tendría más que consecuencias locales -la caída de los rojiverdes en Alemania- y divertidas, como el ridículo del narcisismo franco-francés. Por desgracia, ninguna fuerza política ha reconocido, ni en Berlín ni en París, que el máximo acontecimiento de los últimos meses ha sido la Revolución Naranja, es decir, con perdón, la emancipación de 50 millones de europeos alzados contra el despotismo poscomunista. La identidad europea es ese aire de libertad que sopla con más fuerza que nunca entre Kiev y Tiblisi. Francia, tierra de los derechos humanos, se encoge, estremecida y temerosa, mientras que unos pueblos orgullosos se apoderan de esas palabras que ella ya no utiliza, pese a que presiden todos sus colegios electorales: Libertad, Igualdad, Fraternidad.

André Glucksmann, EL PAÍS, 1/6/2005