Europa, ¿qué Europa?

Poco se ha hecho en este período transcurrido de la presidencia española de la Unión Europea, pero nada absolutamente en la mejora del sentimiento europeo de sus ciudadanos, en la profundización de sus derechos y en la democratización de su entramado institucional, como los datos de participación electoral ponen de manifiesto cada cinco años.

Así dicho y en el contexto en el que nos movemos, la reciente celebración del Día de Europa ha inducido, si acaso por su relativamente escasa trascendencia, más a preocuparnos por el efecto del cierre del espacio aéreo europeo que a reflexionar y pulsar el estado de ánimo de esa unidad política llamada Unión Europea. Sin embargo, el motivo que se celebraba el 9 de mayo era, o tendría que haber sido, ese recordatorio y gozo por saber aglutinar diferentes intereses, puntos de vista y lenguajes en una institución supranacional comprometida con tales cuestiones.

Hasta aquí parece que todo debería ser motivo de júbilo y hasta de gozo, si se me permite reutilizar la expresión. Mas, curiosamente, la realidad parece obstinarse en ser bien otra y no sólo en estos días en los cuales Angela Merkel (o Alemania, podríamos afirmar sin mucho margen de error) recela y desconfía de rescates (económicos) de una parte del sur de esa Europa unida. Dicen que éstos han sido la causa del varapalo electoral de la citada en Renania del norte-Westfalia. De una parte -digo-, de momento, porque según los rumores� parece sumamente probable que a Grecia sigan otros. Pero es sólo rumorología, de la que dicen barata desde las instituciones. Y la economía y los mercados, tan sensibles y miedosos como ellos son, no pueden dejar de sustraerse a los temores que van ínsitos en «esas interesadas falsedades» de especuladores despiadados. Ello aunque el presidente del Consejo Europeo, Herman van Rompuy, Trichet desde el Banco Central Europeo y el comisario europeo para Asuntos Económicos, Olli Rehn, hayan salido y dado la cara por este otro país del sur, intentando hacer ver las grandes diferencias y distancias entre las economías griega y española. En palabras de este último, lo que ocurre es que «hay tensiones en los mercados financieros, pero también sobrecalentamiento». ¿Qué sea esto? Cualquier cosa.

Grandes diferencias, pero también analogías para la ciudadanía atenta: si parte importante de la responsabilidad de la situación actual griega la tienen sus falsedades contables, otro tanto cabría afirmar de la falacia del modelo económico español, incapaces los dos grandes partidos políticos de alterarlo (esa magnificada reunión entre Zapatero y Rajoy del pasado día 5 que sólo sirviera para acordar una agilización de la fusión de las cajas), advertidos, por activa y pasiva, de su inutilidad: ladrillo y turismo, la todavía apuesta española (a pesar de la mágica nueva Ley de Economía Sostenible) para la salida de una crisis «provocada por el capital extranjero que ya no fluye por nuestra geografía con la alegría de antaño».

Claro, que esto a Alemania, la eterna pagadora, no da mucha confianza. Así que en estos momentos de crisis, la verdadera naturaleza de la armoniosa Europa unida de 27 Estados aflora. Aflora y nos muestra con gran virulencia cuánto resta por construir para alcanzar esa unión que figura en la misma denominación del ente. Pero vayamos por partes.

No es infrecuente que se nos presente este proyecto europeo (otros dirán que se nos venda) como una idea de encuentros sociales en clave democrática y de respeto de los derechos humanos. No obstante, a prácticamente sesenta años de su fundación -de ahí el 9 de mayo como día de celebración, coincidente con la Declaración Schuman del 50- puede seguir sosteniéndose que la idea fundacional está tan o más presente que los objetivos a los que se ha ido paulatinamente sumando (democratización y amparo de derechos y libertades): una verdadera comunidad económica en lugar de una unión de países y ciudadanos europeos. En estos momentos en los cuales la disparidad de realidades de las 27 naciones que la componen presenta otras tantas realidades socioeconómicas es cuando se puede observar el estado, los pasos y la causa de la integración. Hablar de una Unión de dos e incluso de tres niveles de grado de desarrollo social no es sino una mera exposición de su presente, pero lo realmente hipócrita es la causa por la que ciertos Estados han pasado a convertirse en miembros del club y la causa (la misma) por la que éste les ha abierto sus puertas: el mercado expandido que redunda en un incremento de la riqueza en clave, a la postre, monetaria.

Aunque paralelamente a este desiderátum originario y nunca olvidado, la Unión ha sabido emprender un camino de adaptación a nuevos valores. Un camino mucho más lento y endeble: el reforzamiento de los conceptos de democracia, de derechos humanos y el esfuerzo en aras de alcanzar un sentimiento identitario europeo. Y es aquí donde recurrentemente la idea de unión choca con la terca realidad de su origen meramente ‘económico’. Las herramientas fundamentales de este camino, el proyecto de Constitución europea y la ‘Charte’ de derechos fundamentales, han pasado sin pena ni gloria, quedando el uno reducido al reciente Tratado de Lisboa, muchísimo más limitado y parcial, la otra relegada a un ostracismo del cual sólo es rescatada a efectos de recordar una oportunidad (otra más) perdida.

Y es en este discurso humanístico donde las palabras del presidente de turno del Consejo de Ministros durante este semestre, nuestro presidente Rodríguez Zapatero, suenan huecas, ante todo si van acompañadas de un ‘laissez passer’ como el desarrollado en estos cinco meses: «Europa, desde hace algún tiempo, necesita un cambio de más profundidad como es que los ciudadanos sientan más de cerca las instituciones». Poco se ha hecho en este período transcurrido de la presidencia española, pero nada absolutamente en la mejora del sentimiento europeo de sus ciudadanos, en la profundización de sus derechos y en la verdadera democratización de su entramado institucional, como los datos de participación en las elecciones a su Parlamento ponen obstinadamente de manifiesto cada cinco años. Y lo que se hace, no es necesario resaltarlo, abre la cabecera de todos los medios� económicos. ¿Es ésta sola la Europa que desea la ciudadanía?

(Esteban Arlucea es profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco)

Esteban Arlucea, EL CORREO, 18/5/2010