Excusas para no asumir responsabilidades

EL MUNDO 14/04/14
JOSEBA ARREGI

· El autor analiza por qué han fracasado algunas propuestas del Ejecutivo en materia de política territorial Propone que el Gobierno aborde soluciones de manera conjunta, no de forma parcial con las Comunidades

Parece que la política española atraviesa un momento curioso, por no decir contradictorio: no es fácil dejar de lado la sensación de que existen muchas personas –políticos profesionales, periodistas, ciudadanos interesados– que comparten la preocupación de que el sistema requiere una profunda reforma. Pero, por otro lado, cualquier propuesta que se hace para acometer algún cambio en profundidad recibe críticas de casi todos los responsables.

Sin ánimo de llevar a cabo un análisis detallado de todos los problemas, se puede afirmar que la crisis que afecta a la política española se ubica en tres planos diferenciados, aunque con conexiones importantes entre ellos. Se trata del plano de la función de los partidos políticos y de su funcionamiento en el sistema. En segundo lugar, la estructura territorial del Estado autonómico, de su simplificación o reducción, de su federalización, o de dejarlo. Y en tercer lugar están los nacionalismos periféricos y la respuesta que el Estado puede y debe darles.

Queda claro que el problema más urgente es el de los nacionalismos, especialmente en este momento del catalán, pero ello no significa que los otros dos niveles de problema carezcan de importancia. Lo contrario.

Como este artículo pretende centrarse en analizar las fallas de los argumentos que se utilizan para criticar todas las propuestas que se formulan para responder a los problemas del segundo y del tercer nivel, baste decir que el asunto de la función y del funcionamiento de los partidos políticos en el sistema constitucional español no puede reducirse ni a la tan publicitada cuestión de las elecciones primarias en la selección de candidatos de los partidos para determinados cargos, externos o internos, ni tampoco a la corrupción, sino que está, en mi opinión, estrechamente vinculado con la ley electoral, con el sistema estrictamente proporcional del sistema electoral español. La dura proporcionalidad debe ser compensada con la introducción del sistema mayoritario, aunque no sea en exclusiva. Ello redundaría en mayor responsabilidad de los electos, en mayor capacidad de control de los electores, y en mayor independencia de los grupos parlamentarios frente al Ejecutivo. Así sería mayor la transparencia y más fácil la exigencia de responsabilidades.

En referencia a los problemas de los otros dos niveles, creo que es conveniente analizar las fallas que caracterizan a las críticas que se dirigen a todas las propuestas que se plantean en ambos campos. Si se trata de propuestas de federalización de la estructura territorial del Estado, el argumento principal que se plantea es que cualquier reforma de la Constitución tendría menos legitimación que la que obtuvo la Constitución cuando fue aprobada.
Y a las propuestas que se formulan para responder a los nacionalismos periféricos, especialmente cuando se plantean desligados de las cuestiones del párrafo precedente, como puede ser la propuesta de aprobar una ley que, manteniendo el control del proceso, estableciera un mecanismo para conocer la seriedad y la dimensión del problema que dicen representar los nacionalistas, y en su caso, para encauzar las negociaciones y el diálogo pertinentes, se responde con el argumento de que este tipo de propuestas no hacen más que dar alas al nacionalismo, que están pensadas para dar satisfacción a los nacionalistas.

Entiendo que las argumentaciones contenidas en ambas respuestas son fallidas. En el primer caso, el punto de partida hoy no es el grado de legitimidad que alcanzó la Constitución en el momento de su aprobación en 1978, sino el grado de aceptación que se le supone en estos momentos. En la introducción a estas líneas se ha puesto de manifiesto la crisis que, en la percepción de muchas personas cualificadas, afecta al sistema español. La piedra angular de ese sistema es, por definición, la propia Constitución. Y si hay percepción de crisis del sistema, ésa se extiende, por lógica, a su piedra angular.

Para valorar y calibrar en su justa medida las distintas propuestas de perfeccionamiento federal del Estado de las Autonomías se debe analizar, pues, la capacidad de éstas de dotar de mayor coherencia y cohesión al conjunto del sistema, y así, dotarla de mayor legitimidad, aunque ésta no alcanzara el grado que obtuvo el año 1978, cosa que, en cualquier caso, no puede descartarse de antemano. El Estado de las autonomías en su situación actual se caracteriza por ser, como se suele subrayar con razón, más federal quizá que no pocos de los estados llamados federales. La necesidad de las reformas no va, o no debiera ir, en esa dirección. Al contrario: de lo que carece el actual sistema es de falta de mecanismos que representen, fortalezcan y consoliden el conjunto. El Senado tal y como está dibujado no sirve. Y la Constitución no prevé otras instituciones que representen el conjunto desde la perspectiva de la pluralidad territorial, con lo que la tendencia a la bilateralidad en las relaciones entre cada autonomía y el Gobierno central es cada vez mayor.

Esta bilateralidad va disolviendo la vivencia del conjunto, y frente a esa tendencia peligrosa no poseen peso suficiente las instituciones que se han ido creando como son las conferencias sectoriales –¿alguien se acuerda de la conferencia de presidentes?–. La tan aplaudida apertura del sistema autonómico español puede terminar siendo un camino al desbordamiento de las aguas no encauzadas si no se diseñan y aprueban instituciones que, representando al conjunto en su diversidad territorial, consoliden el multilateralismo frente a la bilateralidad confederalizante.

Este tipo de propuestas debieran ser valoradas en función de su capacidad de consolidar el conjunto, de frenar el camino a la exclusividad de las relaciones bilaterales, cerrando el sistema que no tuvo más remedio que nacer abierto, pero no exigiéndole una garantía de legitimidad igual a la del año 1978 que, parece que de forma acordada, nadie cree que siga existiendo hoy. La propuesta de encauzar el problema que plantean los nacionalismos periféricos cuando exigen que se pregunte a los ciudadanos de sus ámbitos geográficos para saber lo que quieren dotando al Estado de una ley que, bajo el control de los órganos que representan al conjunto, permita llevarlo a cabo y abrir un mecanismo de negociación, en su caso, se le responde argumentando los nacionalismos son insaciables. Pero también creo que es un argumento fallido, pues el caso de Canadá pone de manifiesto que los únicos que se opusieron y se siguen oponiendo a la Ley de Claridad son los nacionalistas de Quebec. Y se oponen porque entienden que con esa ley se coarta su libertad de movimientos, y si algo detestan es, precisamente, verse sometidos a procesos legales, a los principios del Estado de Derecho, prefiriendo siempre moverse en los márgenes de éstos al albur de voluntades no reguladas ni sometidas a normas.

Si en un espacio constitucional se manifiesta un asunto del calado de la reclamación del derecho a decidir, el sistema no puede refugiarse en la posición de afirmar que tiene un problema, pero que no cuenta con ningún instrumento ni para encauzarlo ni para tratarlo. Esta posición termina deslegitimando la propia Constitución que se demuestra incapaz de encauzar un problema vital para el sistema.

Quienes conocen bien a los nacionalismos saben que éstos siempre han estado en contra del federalismo, porque éste por su propia lógica subraya las tendencias a la simetría. Y probablemente también estarían en contra de cualquier ley del tipo de la Ley de Claridad canadiense, porque el nacionalismo vive y respira en la atmósfera de la voluntad, y cree ahogase en la atmósfera de la ley. Es evidente que todo ello tiene dos presupuestos previos: no permitir que se juegue con la trampa de mezclar federalismo con confederalismo como se hace en Cataluña desde los tiempos del presidente Pascual Maragall, y que desde el Estado y de sus instituciones básicas, Parlamento y Gobierno central, más los partidos políticos no nacionalistas, se debe hacer pedagogía en la línea de que el discurso de la plurinacionalidad del Estado no tiene sentido y se convierte en mentira si no se completa con el discurso de la mucho más estructural plurinacionalidad de Cataluña y de Euskadi.