Fechas para conmemorar

A Espartero, el Ayuntamiento le quitó su calle para dársela a Juan Ajuriaguerra. Bilbao sigue siendo la única capital del mundo que quita una calle a su libertador y se la deja a su sitiador, Zumalakarregi. Nada extraño, esto es un sanatorio de esquizofrenias. También el Gobierno vasco es crítico con los autos de los jueces cuando detienen a presuntos etarras.
Una de las cosas buenas que tienen las conmemoraciones es que nos demuestran que antes de Sabino Arana pasaron cosas, e incluso que algunas de esas cosas no fueron como las contó el Maestro. La semana pasada fue fina en conmemoraciones patrias, pero ya en la anterior, en un acto organizado por la Fundación Consejo España-EEUU, me enteré, ignorante de mí, que el primer embajador que tuvo el Reino de España que en los Estados Unidos, después de armar a su costa todo un ejército para luchar a favor de los rebeldes de Washington, fue el bilbaíno Diego María de Gardoqui. Éste, como suele ser normal, no tiene ni una calle en la Villa (el que la tiene es un pariente suyo que fue clérigo). Pero la del 2 de mayo fue una semana más importante en conmemoraciones, la semana del bicentenario. La familia real se dio un baño de multitudes en Móstoles, y no me extraña que el Rey elogiara en su discurso al pueblo que erigió la nación española, pues la familia real de entonces, sus antepasados, no es que se comportaran muy dignamente, pues se fueron a abdicar a Bayona y regalar todo un reino y sus colonias a Napoleón.

Efectivamente, fue el pueblo levantado en armas contra la invasión napoleónica el protagonista y el origen de la nación moderna: se puso a crearla en Cádiz y en el monte, ya que el principal obstáculo, que era precisamente la monarquía, no estaba presente. El heroico pueblo español, con un portugalujo como primer vencedor en Bailén -el general Castaños, anterior a Sabino Arana-, echó a los franceses con la ayuda del duque de Wellington, y la monarquía volvió. Lo hizo con un rey que fue llamado El Deseado y resultó la cosa más horrenda en política que hayamos padecido hasta la fecha, que devolvió a sus súbditos el absolutismo, la Inquisición y el viva las cadenas.

Pero los bilbaínos también celebramos ese dos de mayo, gracias a la Sociedad El Sitio, el levantamiento del último cerco carlista por el general Concha (no sé por qué, éste se ha salvado y sigue teniendo su calle). En esa jornada se le dio el premio de las libertades a Maite Pagazaurtundua, musa de la resistencia vasca, que hizo un magnífico discurso con un profundo sentido del humor, pues «es algo de lo que carecen los fanáticos», adujo. El alcalde estuvo bien, sus introducciones en euskera claman al cielo y remueve en su tumba a don Resurrección María de Azkue, pero estuvo bien. Aunque patinara yéndose a la primera guerra carlista, la de Isabel y Carlos María Isidro, treinta años antes. No era esa la guerra que conmemorábamos; en ella fuimos liberados por Espartero, que no tiene calle, aunque en su caso es peor. A Espartero, el hombre que pudo reinar -no es la fantasía de Kipling, pues Prim le ofreció el trono antes que a Amadeo de Saboya-, el Ayuntamiento le quitó su calle para dársela a Juan Ajuriaguerra. Bilbao sigue siendo en la actualidad la única capital del mundo que quita una calle a su libertador y se la deja a su sitiador, Zumalakarregi. Nada extraño, esto es un sanatorio de esquizofrenias. También el Gobierno vasco es crítico con los autos de los jueces cuando detienen a presuntos colaboradores de ETA.

Pero lo más importante de estas última fechas fue el documento consensuado por el Consejo Asesor del Euskera sobre la futura política lingüística. Significa nada menos que la recuperación de algo que creíamos muerto, la vuelta de la política, del acuerdo entre diferentes para resolver los problemas en común, y todo un varapalo a la filosofía secesionista o exclusivista. Porque esto es la política, lo otro es partidismo. Y ustedes me dirán, ¿por qué le llaman política cuando quiere decir partidismo? La contestación otro día; hoy ya me he pasado de líneas.

Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 9/5/2008