Fiarse de un trilero

ABC 13/11/14
ISABEL SAN SEBASTIÁN

· La inacción del Gobierno de España, que Rajoy llama «proporcionalidad», ha dado alas al secesionismo promovido desde la Generalitat

ARTUR Mas nos ha metido un gol por la escuadra, hay que reconocerlo. Lo sucedido el domingo en Cataluña es una quiebra en toda regla del Estado de Derecho, que constituye un duro golpe para cualquier ciudadano español convencido del valor impagable de nuestra democracia, carente de viabilidad o de sentido si se rompe la Nación a la que sirve y enmarca.

El líder convergente a quien todos daban por muerto ha resucitado, pletórico de fuerza, como suele suceder cuando, en vez de rematar políticamente a un enemigo peligroso que ha caído en su propia trampa, se le tiende la mano por cobardía o debilidad. Digo «enemigo» y subrayo «peligroso» porque en eso exactamente se ha convertido Artur Mas: en un renegado al país que le confirió el rango de presidente de la Generalitat, España, y en un traidor a la Constitución de la que emana el cargo y él que juró cumplir con lealtad. Mas ha abrazado el separatismo con una determinación idéntica a la de Junqueras, cuya posición dominante en las filas del radicalismo ha quedado laminada por el éxito del «president» en su desafío a la legalidad. La inacción del Gobierno de España, eso que Rajoy denomina «reacción proporcionada», ha dado alas al secesionismo promovido desde el corazón mismo del Palau de la Generalitat, lo cual otorga un punto más de gravedad a lo sucedido. Los catalanes han votado, desobedeciendo dos sentencias del Constitucional, y lo han hecho en colegios públicos. Es irrelevante el número de personas participantes en la consulta o las irregularidades que pudieran cometerse en el transcurso de la jornada. Lo importante es que el líder secesionista de una comunidad autónoma, utilizando todo su poder institucional, ha doblado el brazo del Estado ante los ojos del mundo. Lo lamentable es que el mismo Estado que ha rescatado a esa comunidad con más de 31.000 millones de euros procedentes de nuestros bolsillos, sin controlar el destino al que iban a parar los fondos, no ha sabido ganar ese pulso y ha consentido que mi dinero se invirtiera en su «construcción nacional». Haga lo que haga ahora la Fiscalía, llega tarde. El daño está hecho y el independentismo ha conquistado un terreno imposible de recuperar.

La tranquilidad de Rajoy en vísperas del 9-N resulta tan improcedente como la «proporcionalidad» con la que trató de justificar ayer su falta de reacción el domingo y probablemente responda a un mismo error de partida: fiarse de un trilero. Confiar en el compromiso de un hombre que desconoce lo que significa «lealtad» y jamás ha honrado su palabra, como es costumbre arraigada de cualquier nacionalista en su relación con España. A través de Pedro Arriola, comodín de toda negociación en la sombra, Mas envió al presidente el recado de que ambos podrían «saltar» del 8 al 10 de noviembre sin llegar al choque de trenes, porque la votación se llevaría a cabo al margen de la Generalitat y evitando humillar al Estado. El jefe del Ejecutivo cumplió con su obligación de recurrir al Alto Tribunal, aunque no fue más allá. No previó medidas de fuerza legal destinadas a impedir lo sucedido, porque no se lo esperaba. Le engañaron o se dejó engañar. Y al burlarse de su Gobierno nos ofendieron a todos los que creemos en la dignidad irrenunciable de esta Nación escarnecida, hoy huérfana de liderazgo.

Artur Mas ha triunfado en este lance, diga lo que diga ahora la Justicia, por incomparecencia del contrario. Solo cabe confiar en que esta derrota sirva de lección para mañana y no se lleve por delante la Carta Magna aprobada por amplísimo consenso hace solo 36 años, como pide con insistencia el líder socialista Pedro Sánchez. Cabe aprender del error, acertar con el diagnóstico de la grave enfermedad que padecemos y abandonar definitivamente la política de la zanahoria, no solo porque sea inútil, no solo porque sea injusta, sino porque resulta prohibitiva en esta en España que, tal como dice el PP, no puede seguir viviendo por encima de sus posibilidades.