IGNACIO CAMACHO  

 Empeñado en conquistarlos por el bolsillo, a Rajoy le cuesta entender que sus electores reclamen un liderazgo más vivo

ESA foto, la del pacto por el salario mínimo, tenía un aire como de otra época, un cierto halo antiguo; era una estampa casi nostálgica del tiempo en que la vida pública española no estaba secuestrada por el nacionalismo. De cuando en la Moncloa se firmaban acuerdos de paz social que cimentaban la prosperidad de un país capaz de confiar en sus propios estímulos. Era la clase de foto en la que Rajoy se encuentra satisfecho en su fuero íntimo; después del descalabro catalán necesitaba un éxito en el que reconocerse a sí mismo. La política económica sigue siendo el punto más fuerte y más seguro de la gobernanza marianista, aunque al presidente le cueste comprender que a efectos electorales haya dejado de constituir un factor decisivo. Acostumbrado a la gestión convencional, se le hace difícil asimilar que la nación no acabe de valorar la eficacia en el cumplimiento de su principal objetivo. 

El gran problema de este Gabinete, el que cercena su credibilidad y le provoca una sangría de votos, consiste en que el solvente esfuerzo por asentar la recuperación no compensa su grave déficit político. Por eso una formación aún inmadura como Ciudadanos, sin responsabilidades institucionales y con tendencia al narcisismo, le come la merienda cada vez que toca enfrentarse a un conflicto. La falta de cintura, de discurso y de empatía proyecta al PP como un partido añejo, trasnochado, anclado en códigos sociales envejecidos, impotente para descifrar las claves de la posmodernidad y sus ritmos. Un partido que ni siquiera logra que un acuerdo para subir el precio del trabajo genere en la opinión pública un impacto positivo. Un partido cuya imagen rutinaria, anquilosada, ensombrece sus aciertos y malogra cualquier intento de inyectar en la sociedad la imprescindible dosis de optimismo. 

No se trata sólo de una dificultad casi metafísica para la comunicación, sus técnicas y sus conceptos, sino de una cuestión más primordial que tiene que ver con el desmayo de las ideas, la renuncia a los valores y la ausencia de proyecto. También con el propio ejercicio del poder, que de nada sirve tener sin la voluntad de ejercerlo. El fracaso en Cataluña constituye un paradigma de despilfarro de esos capitales intangibles que no acierta a administrar el Gobierno; la falta de autoridad y de convicción con que ha aplicado el artículo 155 ha provocado entre los votantes una estampida de desafecto. Y Rajoy ha respondido del modo en que más cómodo se halla, el único en que –junto a la paciencia- se sabe realmente bueno: con un logro socioeconómico del que sin embargo apenas saca rédito. 

Lo que al presidente le falta por comprender, y acaso nunca llegue a hacerlo, es que a muchos de sus electores ya no les basta con la tranquilidad de sus bolsillos. Con razón o sin ella la dan por descontada y reclaman un aliento moral más largo, más audaz, y un liderazgo con más brío.