Hablando con los inspectores

EL MUNDO 01/11/14
ARCADI ESPADA

Querido J:
Este verano la empresa Digital Origin decidió instalarse en Barcelona y ampliar el negocio, que ya tiene sedes en Francia e Inglaterra. Al parecer la decisión se tomó tras la insistencia de uno de los socios, nacido en Barcelona, que añadía a la oportunidad económica obvias razones de tipo sentimental. Ya que había contribuido a la fundación de una empresa que funcionaba bien y tenía buen futuro le hacía ilusión que se instalara en su ciudad natal. Digital Origin se dedica al negocio de la banca on-line. Y su especialidad es la reducción de los trámites para obtener créditos. En su página web anuncia que ha ideado un algoritmo mediante el que decide con rapidez y eficacia si un crédito puede darse en las condiciones a las que aspira el solicitante. Incluyendo las distintas secciones del negocio, Digital Origin da empleo, en Barcelona, a más de 120 trabajadores. El ochenta por ciento son extranjeros. Es probable que esta circunstancia haya influido en algunas de las características de las condiciones de trabajo: al modo googleano la empresa dispone de guardería y de gimnasio.

El pasado miércoles, cerca de las 12 del mediodía dos hombres llamaron a la puerta. Cuando se les preguntó dijeron:
– Inspectores.
La recepcionista anunció la visita a la persona que iba a atenderles y ésta masculló por lo bajo:
– ¡Hacienda!
Pensó que venían muy pronto. Aquella mañana, precisamente, había llegado de Ikea el resto de muebles de su despacho, y el conjunto de las instalaciones aún tenía ese aire alegre, confuso y despreocupado del preestreno. Pensó, además, que la hacienda española, como es fama, estaba bien informada. La dirección física de la empresa no constaba ni en la página web ni en casi ningún sitio, pero era indiscutible que les constaba a ellos.
– No son de Hacienda –le informaron. Dicen que son inspectores lingüísticos.
No supo decirse si se había quedado más tranquila.

Los inspectores eran dos, del tipo cincuentón. Se sentaron alrededor de una mesa y expusieron sus reclamaciones. Habían comprobado que el personal no hablaba ni escribía el catalán, habían comprobado que los contratos de los productos financieros no estaban redactados en catalán y habían comprobado que la página web no estaba escrita en catalán. Tenían 30 días para dar solución a todo esto, así lo dijeron. Aunque es justo señalar que alguna flexibilidad mostraron respecto del personal: se conformaban con que los que atendieran las consultas, telefónicas o escritas, conocieran el catalán.

Cuando salieron de su asombro los representantes de la empresa dijeron lo obvio. Es decir, aludieron a las características de su negocio. Una banca on-line. Los servidores informáticos podían estar en cualquier parte. Y también la sede social. No eran un comercio. Y no estaban cara al público, saltó uno en flagrante catalanada. Los inspectores lingüísticos no parecieron inmutarse. Dijeron cosas muy usadas sobre Cataluña, el catalán, los catalanes y las obligaciones de la normalización. Pero uno de ellos añadió algo nuevo. Un punto arrogante.
– Además. A partir del 9-N todo esto va a cambiar aún más.
Los inspectores de cualquier índole siempre tienen un poco la sartén por el mango. Pero uno de sus interlocutores se atrevió:
– Pues a mí me parece que a partir del 9 de noviembre esto va a continuar siendo España, ¿o no? –se les encaró ligeramente, ya un poco fastidiado.

A eso ya no le contestaron. Se reafirmaron en sus demandas, volvieron a citar los treinta días de plazo, se levantaron y se marcharon.

Al margen de la crecida que les otorga el proceso secesionista y de la bravuconería sobre el 9 de noviembre, el suceso se inscribe cómodamente en la normalidad catalana y su legalidad se basa en el artículo 32 de la ley de política lingüística que especifica en su apartado primero: «Las empresas y establecimientos dedicados a la venta de productos o a la prestación de servicios que desarrollan su actividad en Cataluña deben estar en condiciones de poder atender a los consumidores y consumidoras cuando se expresen en cualquiera de las lenguas oficiales en Cataluña». Normalidad y legalidad que definen un lugar en el mundo donde pueden multar a un ciudadano por utilizar, en determinadas circunstancias, una lengua. Y cuya doctrina sociolingüística, por cierto, se emparenta con la de la Constitución española, que en su insólito y risible artículo 3 especifica la obligación de todo español de conocer el castellano. Claro está que ese artículo, por lo que yo sepa y a diferencia de la ley de política lingüística catalana, es tan puramente retórico que ni siquiera se le ha aplicado al caso flagrante de Marta Rovira, diputada insondable.

Pero el asunto Digital Origin tiene el interés particular de poner en evidencia, y descarnadamente, a los reaccionarios. Por un lado está una empresa cuyo objetivo es ganar dinero desembozando la vida: liquidar trámites, acelerar la resolución de imponderables, acabar con horarios cursis y los desplazamientos innobles, etc. Y por el otro lado esos dos funcionarios cuesta abajo en la rodada, resoplando, interrumpiendo, obstaculizando, formularios e iluminados, pretendiendo hacer cumplir el estatuto de la ele geminada e indiferentes a lo que suponga en términos económicos su capricho gagá. Una indiferencia comprensible, desde luego, dado que hay alguien que les paga por su mísera función inspectora en la Cataluña del bono basura y el medio millón de parados.

El lunes se reúne la cúpula de Digital Origin. La idea dominante es trasladar de inmediato la empresa a Madrid.
Sigue con salud,
A.