Ilustre Urkullu

EL CORREO 05/08/13
PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO,  PROFESOR DE HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO UPV-EHU

Estamos ante una trampa moral camuflada bajo el argumento de que distinguir violencias o clasificarlas supone hacer lo propio con las víctimas

El lehendakari Urkullu reúne toda la dignidad para representarnos a todos los ciudadanos de Euskadi, tal como hizo asistiendo a los funerales por el accidente de tren en Santiago de Compostela, y no se merece en absoluto el trato recibido en Azpeitia por un grupito de salvapatrias, ante cuya actitud chulesca quizás nunca se tendría que haber dado por aludido. Pero resulta que la reciente entrega del premio Ilustres de Bizkaia en su edición 2013, organizada por la Diputación Foral vizcaína y de la mano de su diputado general José Luis Bilbao, que convirtió para la ocasión al lehendakari Urkullu en representante de todas las víctimas de todas las violencias desde la Guerra Civil al terrorismo de ETA, constituyó, vista ya en perspectiva, el episodio hasta ahora más lamentable y contraproducente en el que ha tomado parte directa y principal el Gobierno vasco dentro de su política de paz y convivencia.
Tal acto, para nada previsto en el desarrollo del Plan de Paz y Convivencia 2013-2016, ha entrado como elefante en cacharrería en la política de víctimas del Gobierno vasco, desautorizando implícitamente a Jonan Fernández, autor de ese plan de paz donde todos los pasos están minuciosamente consignados hasta el nivel de los ‘microacuerdos’, lo cual explica que no estuviera presente en un acto tan directamente relacionado con su ámbito de responsabilidad y al que el lehendakari dio una relevancia política tan importante, con presencia de muchos miembros de su Gobierno.
Hasta ahora dos han sido los pilares fundamentales en la política de paz y convivencia del Gobierno vasco. Uno es la propia filosofía que inspira el plan de paz, basada en que todos los derechos humanos de todas las víctimas merecen una reparación, por encima de ideologías, patrias o razones de Estado. En la entrega del premio Ilustres de Bizkaia, en el Palacio Foral de Bilbao el pasado 24 de julio, se mantuvo esa filosofía, como no podía ser de otro modo ya que fue el lehendakari su único protagonista. Y aquí cabría señalar el despiste del representante socialista, Iñaki Egaña, cuando se quejó de que en el acto se estuvieran mezclando las víctimas. Pero entonces, ¿cómo explica que el Instituto de la Memoria y la Convivencia, que pretende mezclar a todas las víctimas desde la Guerra Civil hasta ETA y adonde va a ir la medalla de Ilustre que recogió ‘en depósito’ el lehendakari, sea un proyecto al alimón entre PNV y PSE?
Considerar en una misma política de reparación tanto a las víctimas de la Guerra Civil y la represión de posguerra, ya contempladas en la Ley de Memoria Histórica de 2007, como a las del terrorismo de ETA y sus contraterrorismos es no advertir, y si se advierte y se hace aposta mucho peor, que ambos grupos de víctimas tienen un significado político muy distinto. Estamos ante una trampa moral camuflada bajo el argumento de que distinguir violencias o clasificarlas supone hacer lo propio con las víctimas. Y lo que a la postre se está consiguiendo es escamotear la importancia del Estado de derecho como garante imprescindible de los derechos humanos. Y es que el único Estado de derecho que hemos tenido en toda nuestra historia, digno de tal nombre, es el que surgió de la Constitución Española de 1978: nada que ver con la exclusión y el sectarismo imperantes en todas las opciones políticas durante la Segunda República, que explican, aunque no lo justifiquen, el desastre de la Guerra Civil y su corolario atroz de la represión franquista.
La defensa de los derechos humanos de todas las víctimas debería verse acompañada o, mejor, precedida en el plan de paz y convivencia del lehendakari, por una defensa cerrada del Estado de derecho, porque sin él no hay derecho humano que se sostenga: es algo tan obvio que su sola ausencia resulta clamorosa. Y si de entre todos nuestros terrorismos solo el de ETA tuvo como objetivo, a partir de 1978, acabar con nuestro Estado de derecho, la lógica consecuencia es considerar que sus víctimas fueron las únicas que murieron por defenderlo. Y a partir de ahí habrá que considerar al resto de víctimas o, en su lugar, si se piensa que por eso se las clasifica o minusvalora, al resto de violencias que las provocaron.
En el acto de entrega del premio Ilustres de Bizkaia se siguió sosteniendo la tan criticable, por falaz, filosofía oficial del plan del Gobierno vasco y de su asimilación de todas las víctimas de todas las violencias. Pero lo que verdaderamente salió de allí hecho añicos fue el otro pilar fundamental de esa política de paz y convivencia del Gobierno vasco: el del acuerdo mínimo y necesario entre las cuatro grandes sensibilidades políticas vascas, desaprovechando que todas ellas están representadas en las Juntas Generales de Bizkaia. Solo el partido que sostiene al lehendakari y al diputado general se quedó en el acto hasta el final.
Las razones de semejante desbandada saltan a la vista. Primero por la postura del diputado general, al tergiversar lo acordado en la sesión de juntas, tal como criticó la representante del PP, Esther Martínez, de quien partió la iniciativa del premio y que al final ni acudió al acto. Y segundo y más trascendental, por la actuación del lehendakari, que sin avisar a nadie previamente del diseño del acto de entrega, se atribuyó la representación de todas las víctimas, recogiendo el premio en su nombre y dejándolas en un segundo plano, siendo el premio para ellas. Pero con ese afán de protagonismo desmedido, algo insólito hasta ahora en este lehendakari, el destrozo fue aún mayor: se hizo visible un desprecio explícito hacia el papel de los otros grandes partidos vascos en el proceso de final del terrorismo de ETA, arruinando todo lo conseguido, por magro que haya sido, en la ponencia de paz del Parlamento vasco, órgano al que el Ilustre Urkullu ha dejado hecho unos zorros.