Independencia a coste cero

EL CORREO 13/04/14
KEPA AULESTIA

· En el fondo, CiU y el PNV se guarecen tras la Constitución para evitar verse arrastrados por un soberanismo que no controlan

El debate que el pasado 8 de abril tuvo lugar en el Congreso de los Diputados fue más relevante que la votación final, anunciada de antemano. La indignación que mostraron distintos portavoces del nacionalismo vasco, empezando por el propio lehendakari Urkullu, pareció acortar la distancia a la que los jeltzales se habían situado respecto a la ‘vía catalana’. La explicación estriba en que el Congreso se manifestó incompetente para habilitar a Cataluña de cara a una consulta, por muy consultiva que fuese ésta, respecto a la creación de un Estado propio, incluso independiente. Una interpretación extensiva a las demás comunidades. Esa actitud inamovible solo podría modificarse mediante una reforma constitucional que diese cauce a la libre determinación de las autonomías. Algo prácticamente imposible. El nacionalismo parte de la idea equivocada de que el Estado debería facilitar la salida soberanista, porque la pretende sin costes. Pero forma parte del principio de realidad que quienes desean salirse son los que deben procurarse el camino.

Estamos habituados a circunvalar los problemas en busca de una solución, o cuando menos de alguna salida, procediendo a la identificación de lo que falta, sin preocuparnos lo más mínimo de lo que sobra. Esta vez el asunto parece tan intrincado que merecería la pena invertir el orden de los factores señalando aquello de lo que sería mejor prescindir.

En primer lugar convendría prescindir de las menciones ‘bienquedistas’ al diálogo. Ese diálogo que se reclama o se ofrece continuamente está haciendo un enorme daño, porque solo sirve para que los hipotéticos actores del mismo, que son quienes más se refieren a él, eludan arriesgarse en proponer fórmulas concretas, eviten comprometerse en la definición de un punto de encuentro o en el anuncio de una ruptura definitiva. La imagen de Rubalcaba con Duran Lleida en los pasillos del Congreso enviando, al parecer, una llamada urgente de diálogo sin decir nada al respecto resulta poco menos que patética cuando ni el primero está en condiciones de prometer una realización asimétrica del federalismo que predica, ni el segundo puede actuar siquiera como contrapunto a la marcha que dice llevar Artur Mas. Debería estar prohibido apelar al diálogo si al mismo tiempo no se propone un punto de encaje o de desencaje.

Para ello, y en segundo lugar, sería aconsejable renunciar a la ‘ducha escocesa’, de ahora va el chorro de agua caliente y después lo congelamos todo. Sería necesario renunciar al vaivén del ‘péndulo patriótico’ entre el pragmatismo y la secesión. Porque lo único que se consigue es aturdir a la gente y, de paso, aturdir también a quienes creen manejar las llaves de paso. El afán por perseguir los objetivos máximos sin disimular la meta independentista, haciéndolos compatibles con una gestión casi prosaica del ‘mientras tanto’, no conduce a ninguna parte cuando la eventualidad de una ruptura se vuelve tan presente que tampoco sirve para amagar.

En tercer lugar, debería quedar proscrita la farsa como recurso político, empezando por eso de hacerse el dialogante para demostrar a los propios que el otro no lo es nada. La farsa que ha ido protagonizando Artur Mas, desde su infructuoso encuentro con Mariano Rajoy en La Moncloa para convocar las elecciones anticipadas de 2012, hasta la insistencia en que el 9 de noviembre habrá una consulta, para acabar confesando a ‘Le Figaro’ algo que sabíamos todos desde el principio: que esto desembocará en unas elecciones autonómicas. Claro que su carácter plebiscitario será doble: se sumarán los votos soberanistas frente a los constitucionalistas, pero también se medirán las fuerzas entre CiU y ERC.

Está visto que nos encontramos ante un problema político de gran magnitud. Pero una vez más quienes desde el gobierno de las instituciones autonómicas señalan con vehemencia la existencia de un contencioso pendiente no acaban de enunciar con claridad la naturaleza del litigio ni sus propias intenciones. Sencillamente porque esperan que sean los demás los que les faciliten librarse del entuerto. El PNV y sus representantes institucionales se han mostrado concernidos tanto por la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) como por la votación del Congreso respecto a la consulta catalana. Ello antes de que comience a andar la ponencia vasca sobre el futuro del autogobierno con un calendario que promete decirnos dentro de un año lo que ya sabemos. Así puede dar tiempo para resolver las diferencias respecto al Cupo o para acordar una aplicación propia de la Lomce, mientras observamos qué pasa en Escocia y en Cataluña, ahora que lo de Québec no nos interesa nada.

El soberanismo que ostenta el poder autonómico en el Estado constitucional –en Cataluña y en Euskadi– persigue o tantea la vía independentista al menor coste posible. Para ello se ve en la necesidad de demostrar que sus aspiraciones no encuentran encaje alguno en la lectura inmovilista que el Gobierno de Rajoy hace del marco jurídico vigente, y tampoco en las comprometidas invitaciones al ejercicio reformador de la política que contiene la última sentencia del TC. Ese soberanismo, que siempre guarda alguna carta posibilista, no desea entramparse en la reforma de la Constitución porque se ha habituado a ejercer el poder alentando la permanente provisionalidad de sus compromisos con el Estado. No quiere ni costes añadidos para sus propósitos futuros ni ataduras hacia el pasado. En un mundo global y convulso resulta muy difícil vender las bondades materiales de una aspiración tan identitaria como la independencia nacional; por eso el nacionalismo gobernante se contenta con soñarla a coste cero. Pero hay otro precio que inquieta a CiU y al PNV: que la aventura pudiera arrebatarles el poder a favor del independentismo más genuino que representan ERC y Bildu. Las apelaciones al díálogo, la ‘ducha escocesa’ y la farsa victimista son los recursos que el soberanismo gobernante emplea para guarecerse, en realidad, tras la Constitución y procurar lo que sea, pero a coste cero.