J. M. RUIZ SOROA-El Correo

El debate sobre las pensiones no es el de la suficiencia del sistema hoy sino el de su sostenibilidad mañana. Es el de cómo proteger a una juventud que carece del futuro que se les dio a sus mayores

El principal problema de la política en los países europeos es la ausencia de una suficiente y diseminada inteligencia política. Inteligencia entendida como la capacidad del sistema político en su conjunto (gobiernos, partidos, grupos, medios y sociedad en general) para definir correctamente la situación histórica en que se encuentra y encontrar los ejes fundamentales del cambio que experimenta y sobre los cuales debería actuar para garantizar su supervivencia. No se trata de que falte inteligencia en general o habilidad intelectual para proponer discursos movilizadores o prontuarios ideológicos, pues de eso sobra. Se trata de que el sistema social en su conjunto no se muestra capaz de algo tan simple y esencial como describirse estratégicamente su situación en el tiempo y en el espacio. En este tiempo y este mundo. Y sin descripción compartida mínimamente suficiente, sólo hay palos de ciego, carreras por los votos y periódicas indignaciones a la manera de las frondas francesas del XVI. La humanidad, decía Kant, nunca se desarrolló como una rama derecha, sino como una retorcida y confusa. Pero hasta en esto hay un límite, y nuestra época parece querer excederlo en confusión y torcimiento.

Cierto que no está de moda reclamar más inteligencia en la política. Al contrario, nuestra cultura ha vuelto a descubrir con arrobo (una vez más, y van muchas en la historia de Europa) la fuerza de las emociones y los sentimientos: ha vuelto a recaer en el empacho de romanticismo exaltado que aparece cíclicamente, el de que la razón es la sierva de los sentimientos, que todo razonamiento se construye desde una subjetividad emocional, que la tan cacareada inteligencia no es sino una débil cáscara del propio querer, y que con empatía todo se encauza. Estas ideas son en sí mismas epifenómenos recurrentes, lo característico del tiempo actual es cómo usa la práctica política de ese redescubrimiento de la emoción y el sentimiento. Y lo utiliza como coartada para no tener que justificar racional y razonablemente las posiciones que se adoptan: si se siente algo muy hondamente, ese algo tiene que ser verdad, si algo se desea desde el hondón de la emoción la consecuencia es que se tiene derecho a ello. Y todo así. Si la pobre jubilada malvive con unos pocos euros denunciamos el sistema como globalmente injusto. La actualidad social cabalga a lomos de un sentimiento desbocado (‘sentimentalismo tóxico’, se le ha llamado con acierto) que funciona como noble y cómoda cobertura para la falta de rigor intelectual en nuestro trato con la realidad. El proceso independentista en Cataluña ha sido, está siendo, un perfecto ejemplo de cómo funciona el emocionalismo romántico actual: si lo queremos, y lo queremos tanto y tantos, ¿cómo no va a ser legítimo, posible y finalmente feliz? Inapelable.

Este sentimentalismo tóxico se retroalimenta en un bucle mediático y opinativo sin fin, porque las emociones se venden y se consumen con fruición y son además altamente satisfactorias para el sujeto que las experimenta: las ideas son confusas y siempre revisables, las emociones son auténticas y verdaderas sin más.

Pues bien, aunque sea a contracorriente, es preciso reclamar más inteligencia, es decir, mejor comprensión y definición precisa de lo que ocurre. La interacción entre partidos, grupos, gobiernos, intereses, debe orientarse a la producción de inteligencia colectiva, no a la exaltación de los sentimientos, por nobles que éstos parezcan. Los sentimientos motivan pero no explican ni aclaran. Y si se abusa de ellos, ofuscan y entorpecen a la sociedad.

Un ejemplo: sucede que la generación más mimada por la fortuna que ha conocido la historia secular de España (suena fuerte esta calificación pero es así objetivamente, se considere el parámetro que se desee) está llegando a la jubilación de manera masiva. Todo lo ha tenido fácil esta generación, por mucho que le guste enjugarse la frente y contar la batallita de lo que hemos sufrido para construir esto. La democracia, el desarrollo, la globalización europea y mundial, el welfare state, no hizo sino dárselos casi gratis. El ámbito de la libertad y de la riqueza crecía a la par que ellos maduraban. Para mí, porque me incluyo, siempre fue una fuente de asombro inagotable tamaña bienaventuranza. Pero resulta que ahora, al llegar a su jubilación, quiere seguir siendo mimada por el destino, y además sabe cómo torcerlo a su favor. De manera que plantea un debate emocional y sentimental a favor de sus intereses exhibiendo como argumento incontestable las situaciones de carencia más patéticas. De esta forma ofusca la razón y evita el debate inteligente, que no es el de la suficiencia del sistema hoy sino el de su sostenibilidad mañana. Es el de cómo proteger y ayudar a una juventud (ya no tan joven) que inevitablemente carece del futuro que tan pródigamente se les regaló a sus mayores. Los perdedores netos de la globalización, porque sus empleos están abiertos a la nivelación mundial de condiciones con unas clases medias extraeuropeas. Hacia esa amenaza social es hacia donde habría que desviar los esfuerzos y los recursos del sistema, unos recursos que siempre son insuficientes para tapar todos los agujeros pero que la política tiene que ser capaz de asignar eficientemente. Con mucho menos sentimiento desgarrado y mucha más inteligencia.