IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Los estragos institucionales de un Gobierno en plena fuga hacia delante están tomando peligroso rumbo de catástrofe

Habrá que jurar que lo hemos vivido cuando todo esto pase. Un Gobierno inviable (la expresión es de García Page) lanzado a una desquiciada fuga hacia delante en cuyo curso siembra toda clase de estragos institucionales. En guerra declarada con el poder judicial, con el periodismo no oficialista, con cualquier mecanismo democrático de contrapeso o de arbitraje. Un Parlamento enmudecido, mera correa de transmisión de los designios cesaristas de Pedro Sánchez. Unos Presupuestos sin presentar siquiera y una agenda en absoluta parálisis por falta de entendimiento con los socios separatistas catalanes. Un colapso político alarmante hasta para antiguos miembros tan señeros del propio Partido Socialista como Felipe González. Una ley de amnistía cuyas sombras de inconstitucionalidad levantan severos obstáculos para su aplicación por los tribunales. Y unos escándalos de corrupción que afectan al entorno del presidente, incluso a sus más cercanos familiares.

Este panorama sombrío es en gran medida la consecuencia de haber forzado el resultado electoral para armar una mayoría heterogénea donde la gobernanza se vuelve impracticable por el peso de las fuerzas antisistema. En su obsesión de supervivencia, el sanchismo ha envuelto a la nación entera en el falso dilema de una opción entre progresismo y ultraderecha, y lo que ha conseguido es una atmósfera tóxica, de polarización extrema que envenena la convivencia. La mecánica del consenso transversal, que ha sostenido el funcionamiento de las instituciones durante décadas, está averiada sin que nadie parezca en condiciones de recomponerla. Un Ejecutivo en clara inestabilidad se ha agarrado a la máxima populista de que el ganador se lo lleva todo –aunque sea muy dudoso que se pueda considerar ganador a un líder que pierde unos comicios tras otros– para ocupar el Estado como si se apoderase de un territorio, ajeno a los destrozos que amenazan con dejar un paisaje de escombros.

Es difícil adivinar el final de este borrascoso atolladero trufado de deslealtades morales, manipulaciones propagandísticas y discursos fraudulentos. Tanto el Gobierno como la oposición parecen estancados en una suerte de empate infinito sostenido en un voto bipolar de hierro, una sólida base de electores separados por un muro emocional pétreo, impermeable a la otredad, construido para imposibilitar el más mínimo atisbo de entendimiento. Y el problema mayor consiste en el barrunto razonable de que va a ser muy penoso rehabilitar tantas ruinas políticas cuando Sánchez caiga, más pronto o más tarde, y esta etapa acabe con el desmoronamiento de su endeble castillo de naipes. Quizá ni siquiera seamos los españoles capaces de atisbar aún la verdadera dimensión del desastre. La sabremos, y eso es lo grave, cuando la tapadera de este caos se levante. Ojalá que entonces el Estado de Derecho mantenga algunas constantes vitales.