ÁLVARO DELGADO-GAL

  • En ocasiones me visita la pesadilla siguiente: así que hayan transcurrido unos meses, el Supremo, tras una serie de carambolas al filo de, qué sé yo, la investigación sobre Begoña, pide al Congreso un suplicatorio con el fin de que sea desaforado tal o cual diputado socialista. Y el Congreso lo deniega

Las percepciones políticas han variado enormemente a lo largo de los últimos días. Se llegó al 9-J con la expectativa de un empate virtual entre el PSOE y el PP, empate que, dado el rosario de escándalos que han constelado el desempeño de Sánchez desde hace meses, equivalía para este a una victoria. El triunfo no amplio, aunque sí claro de la derecha, ha impedido, sin embargo, que en Ferraz estallara la euforia o cundiese el desánimo en Génova. Finalmente, el examen detenido de las cifras está provocando que resulte crecientemente difícil, para los medios oficialistas, adornar la derrota de su candidato con el calificativo de ‘dulce’.

En efecto, el área adherida a la coalición gobernante se ha contraído asaz, habida cuenta de los muy malos resultados de los separatistas catalanes, del PNV y de Sumar. El PSOE ha resistido por el procedimiento de vampirizar a sus socios, con dos consecuencias ingratas: un serio retroceso de la coalición parlamentaria en el cómputo global, y un angostamiento de las políticas que se abren en el futuro inmediato al presidente. Consideremos el área económica: el PSOE se encuentra, en la medida en que ha perdido apoyos en el centro sólo compensados, y no del todo, por otros provenientes de la extrema izquierda, en peor situación que nunca para reducir la deuda excesiva. O sopesemos el territorio. El PSOE es, cada vez más, un partido catalán, con resultados históricamente malos en Andalucía, Madrid o Castilla y León, lo que lo desarma aún más frente a las abusivas pretensiones fiscales de Esquerra o Puigdemont.

Miremos ahora el asunto desde un ángulo en mi opinión más significativo. La concesión de la amnistía, una monstruosidad política acompañada de las habituales y feroces mentiras de Sánchez, más los sórdidos trapicheos de Koldo, más el encausamiento por corrupción de Begoña, no han incrementado espectacularmente el saldo negativo del PSOE: el último ha pasado, de quedar trescientos y pico mil votos por debajo del PP en las generales, a hacerlo por ochocientos mil en las europeas.

Suena a poco, teniendo en cuenta que en España existen treintaiocho millones de electores. Muchos, muchos españoles, nos hemos sentido un tanto frustrados.

El sentimiento se debe en gran medida a que la vida moral, y en particular la vida política, adopta con frecuencia un perfil dramático, en la acepción teatral del término: nos representamos el Bien y el Mal como si fueran, casi, figuras de comedia. A esta proyección fantástica se la llama, en retórica, ‘prosopopeya’. En general, es decir, si no ha ocurrido nada portentoso, el contraste entre el Bien y el Mal se suaviza y nos contentamos con bienes relativos y males relativos: consentimos, trapicheamos, nos dedicamos, en fin, a ir tirando, que no es lo peor que se puede hacer si no se quiere acabar a tortas. Pero cuando la situación adquiere visos muy graves, el corazón nos pide un desenlace ejemplar y catártico. Actitud comprensible a su manera, puesto que la conllevancia se hace insoportable una vez que no valen ya las medias tintas.

El caso es que el presidente nos ha sometido a una presión casi insufrible. Consideren no más, por hablar de lo muy próximo, el hecho de que Begoña Gómez, sí, Begoña, no una diputada o miembro del Gobierno, fuese jaleada en Benalmádena como una mártir de la democracia mientras Teresa Ribera, ministra de Transición Ecológica y cabeza de fila socialista en las listas europeas, entonaba el «no pasarán», con sus ecos épicos y fratricidas. El episodio parecía extraído de una estampa del peor populismo latinoamericano, ese que inspiró en sus inicios a Podemos y con quien mantiene relaciones idílicas, o no solo idílicas, Zapatero.

Es casi seguro que un porcentaje muy grande de españoles atesora nociones escasas y borrosas sobre el Estado de derecho y no percibe la monstruosidad que supone promulgar una ley de Amnistía redactada por aquellos a quienes beneficia. Pero lo otro, lo de las mascarillas y lo de Begoña, con el entremés de las dos cartas y la falsa retirada al monte Sinaí de Sánchez, parece que debiera haberlo entendido todo el mundo. Y no, no ha sido así. De donde se desprende que nos equivocamos, y mucho, al pensar que en una democracia los votantes son un baluarte seguro contra quienes rompen las reglas de juego y amenazan con volar la santabárbara.

«¡Somos unos ceporros!», claman contra sí algunos españoles que yo conozco. Sospecho, no obstante, que la falta de reflejos y conducta errática del electorado integran un fenómeno universal. En primer lugar, el mecanismo comicial es complejísmo: el índice de participación, las técnicas de contabilización del voto, etcétera, influyen poderosamente en los balances agregados. En segundo lugar, y más importante, el voto es equívoco. Imaginen ustedes que una campaña ha traído a primer plano los contenciosos A, B y C, y que unos depositan la papeleta reparando en A, otros en B, otros en C. Si los beneficiarios son los partidos, no resultará fácil determinar por qué el partido que fuere ha recibido el voto de fulano: si en vista de A, B o C. No, el estado de salud de una democracia depende menos de los votantes que de los partidos. No hay democracia que aguante, cuando estos no funcionan como Dios manda.

¿Qué ocurrirá en España? Si no acompaña la suerte, Sánchez continuará en La Moncloa, gobernando en condiciones cada vez más desesperadas. En el peor de los escenarios, se verificará lo que los matemáticos llaman una singularidad. O sea, una catástrofe de efectos imprevisibles. En ocasiones me visita la pesadilla siguiente: así que hayan transcurrido unos meses, el Supremo, tras una serie de carambolas al filo de, qué sé yo, la investigación sobre Begoña, pide al Congreso un suplicatorio con el fin de que sea desaforado tal o cual diputado socialista. Y el Congreso lo deniega. En ese mismo instante habría naufragado la democracia ¿Llegaremos a ver una cosa así? Yo creo que no. Pero lo que debería ser radicalmente impensable, empieza a no serlo. Estamos sentados sobre un volcán. Cualquier día entra en erupción y ardemos como un ninot en las fallas de Valencia.