La banalización del mal

IGNACIO CAMACHO, ABC 19/04/14

«Ocho apellidos vascos» soslaya la tragedia del terrorismo en un prematuro ambiente de complicidad y «buen rollito»

Los chistes de estereotipos regionales y locales funcionan porque se relacionan con el inconfesable espíritu xenófobo de toda tribu. Los hay en todos los países y a menudo son los mismos adaptados a diferentes tópicos territoriales. Los leperos, los catalanes, los belgas, los escoceses… sujetos turnantes de la burla sobre la otredad que cohesiona ciertos imaginarios colectivos. No hay comunidad que no refuerce su sentido identitario con la chanza del vecino.

«Ocho apellidos vascos» es una comedia competente y bien trazada cuyo singular éxito descansa sobre ese juego de lugares comunes aplicado al delicado marco de una sociedad sacudida por el drama del terrorismo. Maneja con soltura los recursos burlescos para crear situaciones hilarantes en el atrevido escenario del mundo abert

zale. El espectador se ríe y siente una suerte de alivio ante la ambigua desdramatización sentimental del conflicto civil de Euskadi. La crítica la aplaude y el público la respalda con un fervor inusitado en el cine español: la gente tiene ganas de reírse con la parodia después de tantos años de sufrimiento encogido. Se trata de una película muy coyuntural, que aprovecha con hábil oportunismo la relajación provocada por el cese de la violencia terrorista; nunca se habría podido hacer con muertos sobre la mesa.

Pero después de la risa inevitable quedan flotando algunas antipáticas. Más o menos las mismas que dejaba «Pulp fiction», la obra maestra de Tarantino que provocaba las carcajadas mediante una brutal banalización del crimen. Todo el mundo se desternillaba cuando Travolta le volaba la cabeza a un pobre hombre por culpa de un bache de la carretera o cuando Samuel Jackson asesinaba a mansalva después de recitar párrafos bíblicos. ¿Nos reiríamos igual si los asesinos fuesen vestidos de nazis y las víctimas con pijamas de rayas?

En el caso del film de Martínez Lázaro, la duda moral surge por la creación de un ambiente de complicidad y buenrollito alrededor de una atmósfera social despojada de su carácter opresivo. El terrorismo ya no mata pero la vida de la comunidad vasca sigue marcada por la existencia de un proyecto de dominancia étnica y política que esta película soslaya mediante una prematura comicidad liviana que además esquiva el fondo cruel de una tragedia repleta de dolor y de sangre. Y no hace falta ser aquel Jorge de Burgos, el monje siniestro de «El nombre de la rosa» que prohibía la risa en el convento, para sentir una cierta repugnancia ante la descarga banal de una astracanada que elude la atribución de culpas en un ¿divertido? entorno de caricaturas superficiales. Es pronto, si es que alguna vez resulta posible, para hacer chistes sobre secuestros. Sobre todo mientras permanezcan sin justicia sus víctimas y sin castigo muchos de sus culpables.

IGNACIO CAMACHO, ABC 19/04/14