La banalización del odio

ABC 09/12/14
IGNACIO CAMACHO

· La cotidiana yihad del insulto es el símbolo de una plaga social de fobia al otro, de estigmatización de lo distinto

PARADOJA posmoderna: el triunfo del discurso pacifista y no violento convive en la sociedad contemporánea con una banalización masiva del insulto, la forma más primaria de agresión moral. En la aldea global de las tecnologías de la comunicación se insulta más que nunca en la Historia, con una ferocidad alegre y desprejuiciada, y hasta se reclama el derecho a la injuria como un ejercicio democrático de libertad de opinión. Por los foros de internet y las redes sociales pululan jaurías del escarnio que lapidan y linchan a diario a personalidades públicas y ciudadanos privados con la escalofriante normalidad de una trivial costumbre. Los epigramas ingeniosos o las diatribas mordaces, expresiones sofisticadas del espíritu crítico, han cedido su lugar al denuesto procaz, a la primitiva brutalidad verbal, a la humillación gratuita, al desprecio racial, al fusilamiento dialéctico del adversario político o ideológico. El lenguaje ancestral de la tribu circula ahora con la velocidad instantánea de las herramientas del conocimiento avanzado.

Resulta imprescindible entender que esa despenalización cotidiana del agravio es el soporte de una violencia social latente que debe ser combatida porque legitima el discurso del odio. En ese sentido las autoridades deportivas se han metido a pisar un frondoso jardín, casi un bosque jurídico, al decidirse a castigar los insultos en los estadios de fútbol. Sin embargo el esfuerzo, o al menos la intención, merece la pena en tanto supone la voluntad de no resignarse ante la impunidad del resentimiento amparado en el anonimato de masas. No será fácil. Va a haber problemas de interpretación, excesos de susceptibilidad, dificultades casuísticas y sombras de agravios comparativos, pero es hora de atajar la barbarie en su fase inicial, la de la animadversión que desemboca y da soporte moral al enfrentamiento físico.

El fútbol no es la ópera. Tiene mucho de pasión tribal y de catalizador de emociones básicas, pero para animar los colores propios y calentar el ambiente no es necesario satanizar al rival con expresiones de infamia que lo cosifican como enemigo. No se trata de imponer una urbanidad melindrosa, sino de definir los principios, y el principal del deporte es el respeto. Por dejación y cobardía los campos se han transformado en espacios impunes donde grupos de fanáticos se apoderan de la representación general para erigirse en dominantes machos alfa. Esa suerte de doméstica yihad retroalimentada en las redes es el símbolo de una plaga social mucho más peligrosa: la de la fobia al otro, la estigmatización de lo distinto. Y hay que combatirla sin ambages ni remilgos cerrándole el paso a la chusma. Aunque tras la muerte de un ultra la reacción oficial haya seguido el irónico proceso que definió De Quincey: se empieza por cometer un crimen y se termina faltando a misa los domingos.