La campana de Lleida

EL MUNDO 26/07/17
SANTIAGO GONZÁLEZ

Hace 25 años que se inauguraron los Juegos de Barcelona 92 y en recuerdo de aquella fecha se celebró ayer en el Centro de Alto Rendimiento de Sant Cugat un acto presidido por el buen rollito. El Rey de España era hace un cuarto de siglo el abanderado del equipo olímpico español, mientras el presidente la Generalidad ejercía de redactor jefe en el diario El Punt. Los dos han ascendido mucho. Para que digan que los periodistas no servimos para nada.

Fue el de ayer un acto sorprendente. El tipo que ha anunciado un golpe de Estado para dentro de nueve semanas y media –¿de qué me sonará a mí esto?– alternaba con representantes muy principales de la nación enemiga, nada menos que el jefe del Estado y la vicepresidenta del Gobierno, que sucumbió a la tradición española del besuqueo con el autonómico felón. En los discursos se hicieron loas a la unidad y a los frutos que produce, aunque el representante ordinario del Estado en la Comunidad Autónoma de Cataluña puso mayor acento en la identidad catalana como factor del éxito de entonces que en los dineros de España que dieron la vuelta a Barcelona, la primera capital española que acuñó el eslogan Barcelona vivía de espaldas al mar hasta las obras de las Olimpiadas. Yo recuerdo aquel extraordinario Palau de Sant Jordi, diseñado por Arata Isozaki y construido por la ingeniería vasca Orona.

Toda España estuvo orgullosa de aquel acto inaugural, por mucho que 11 años más tarde fuera precisamente en el Sant Jordi donde Zapatero hizo a Maragall la promesa con la que empezó todo, apoyar la reforma del Estatuto que aprobara el Parlamento catalán. Algo hacía pensar que aquellos esfuerzos cooperativos eran tan asimétricos como el federalismo que ya por entonces pregonaba Maragall. Debo confesar que no tengo nada contra el buenrollismo, salvo lo que prescribe el Eclesiastés: que cada tiempo tiene su afán y creo que las palabras del Monarca, llamando a la unidad, no describen con precisión el inmediato porvenir: «Todos juntos continuaremos nuestra trayectoria mejorando el progreso que hemos sabido mantener con espíritu de concordia».

Y mientras, Puigdemont hacía de Ramiro II el Monje y construía la campana de Lleida, decapitando a cuatro consejeros y otros cuatro altos cargos de la Generalidad, por tibios. El que le iba señalando las cabezas, todas del PDeCAT, era el vice que aspira a ser califa en lugar del califa, un malvado Iznogud con más arrobas. ¿Cómo no comprender al pobre Homs cuando confesaba «estar hasta los huevos»? No sabe Puigdemont que cuando fracase en su putsch y Oriol Junqueras gane las autonómicas en que se va a resolver esta mascarada la cabeza que hará de gran badajo será la suya.

Uno le comprende hasta cierto punto. Para juramentarse es mejor elegir a delincuentes. Sólo falta que el presidente del Gobierno esté a la altura del momento y sepa que nada incentiva más a un golpista que la lenidad del Estado en la respuesta a sus intentos fallidos. Nueve semanas y media, pero el papel de Kim Basinger se lo ha adjudicado Anna Gabriel. Marededeu!