IGNACIO CAMACHO-ABC

La mansión de Waterloo era un presagio que invocaba la derrota. No se puede tentar al karma de la Historia

WATERLOO era un presagio. No se puede tentar al karma de la Historia. Ese culto nacionalista al victimismo, el de las flores en la estatua de Rafael Casanova, acaba por invocar a la derrota. La revuelta de octubre contenía una inevitable referencia a Companys: en algún momento, los líderes del procés pensaron en el día 6 para formular la declaración de independencia como una especie de desagravio a su memoria. Nadie les hará la foto entre rejas como en el 34, aunque el final ha sido el mismo entonces y ahora; sólo que al menos aquellos insurrectos no lloraban porque su concepto de la rebelión no contemplaba este blandengue sentimentalismo de exhibición lacrimógena. Cuentan las crónicas republicanas que también alguno huyó aquella vez por las alcantarillas de Barcelona; es imposible no recordar, por manida que esté, la célebre cita de Marx y el 18 Brumario, la de la tragedia y la parodia.

Con la mansión de Waterloo, Puigdemont había escrito su destino. En clave de farsa, como todo el relato del soberanismo, que no es más que una sarta de mentiras, una tosca invención articulada con la feble lógica de un cuento para niños. La retórica de la secesión ha infantilizado la realidad elaborando patrañas y mitos con un lenguaje de significantes subvertidos: a la justicia la llaman represión; a la cobardía, heroísmo; a la sedición, democracia; a la huida, exilio. La duda es si en su burbuja solipsista los indepes habrán llegado a creerse sus propias trolas, si estarán lo bastante enajenados para engañarse a sí mismos.

En una patrulla de carretera: así ha terminado, de momento, la saga-fuga de Puchimón, su pretensión hiperbólica, autosugestionada, de arrojo aventurero. Un torpe, pésimo cálculo de riesgos, un arrogante sentido de la impunidad o acaso una monumental ignorancia del sistema jurídico europeo. Nada en este hombre es serio. Se ha convertido en un fantoche de guiñol deslumbrado por el foco engañoso de un efímero éxito. Se ha emborrachado de falsa legitimidad sin comprender que hasta para sus propios compañeros no era más que un mascarón de conveniencia, un juguete de polichinela, un muñeco.

Todavía lo utilizarán un poco más. Como estandarte utilitario para la queja, como coartada simbólica, como pretexto. Una careta que ponerse en las manifestaciones para armar jaleo. Nunca ha sido otra cosa más que eso; hasta los votos que cosechó en las elecciones eran en realidad una expresión de protesta contra el Gobierno. Hace tiempo que estorba a los suyos, deseosos de reformular –que no de abandonar– el proceso. Su prisión, en Alemania o en España, servirá aún de combustible victimista para la hoguera del enredo. Y la casa vacía de Waterloo será el emblema de otro delirio histórico fracasado, de otro espejismo licuado, de otro sueño de grandeza deshecho. A quién se le ocurre, hombre, elegir precisamente ese lugar para fingir un destierro.