La corrupción son los otros

ABC 18/02/15
IGNACIO CAMACHO

· En su voluntad de depuración de la política los partidos se han vuelto implacables con la corrupción… de los demás

LA regeneración de la política española es un hecho: los partidos se han vuelto implacables con la corrupción… de los demás. En el código de conducta imperante entre nuestra clase dirigente un imputado es un señor que debe dimitir de inmediato de su cargo siempre que pertenezca al bando adversario. Cuando forma parte de las filas propias el concepto de imputación pasa a considerarse un mero trámite procesal relacionado con las garantías de presunción de inocencia. En este clima de depuración tan estricto la honradez de un representante público depende esencialmente de su filiación tribal o ideológica: la culpabilidad, como el infierno de Sartre, está en los otros por definición, por antonomasia. El otro, el rival, el antagonista, siempre se halla por imperativo existencial situado en la parte estrecha del embudo, en el lado incorrecto de la vida.

El legislador que incluyó el actual concepto de imputación en el procedimiento criminal no imaginó el uso arrojadizo que iba a darle la política, y menos –aunque era más previsible– el significado de sentencia anticipada que habría de adquirir ante la opinión pública. Se trata ciertamente de una fórmula preventiva de protección del derecho a la defensa, pero en la calle se ha convertido en el adelanto semántico de un veredicto de culpa. Su irresponsable empleo como herramienta rutinaria en el combate político ha terminado por volverse un peligroso ejercicio reversible. Es el problema de la mediocridad: que en sus luces cortas no alcanza a diferenciar la maniobra táctica de la función estratégica.

La imputación de Chaves y Griñán, como la del presidente de Mellila y otros muchos miembros de la nomenclatura partidista, es en efecto una diligencia preliminar y casi obligatoria: ante la existencia de indicios de delito que les conciernen el Supremo los llama a declarar asistidos de sus abogados. Sucede que los propios partidos han sentado por su cuenta una doctrina incriminatoria que rebota contra sus patrocinadores y les obliga a refugiarse en alambicados casuismos. Fue Susana Díaz la que dijo que les obligaría a renunciar a sus escaños si resultaban imputados. Y lo dijo así, con una rotundidad sobrada y arrogante a la que ahora trata de hallar acepciones de precisión y matices de escapatoria.

Nadie puede ni debe colegir un desenlace de la citación de los dos ex presidentes andaluces. Pero ha sido la dirección del PSOE la que ha fijado los límites de su exigencia de responsabilidad, primero al reclamárselos a sus contrincantes y después al blasonar de rigor disciplinario. Imputación/dimisión: ésa es la regla que ellos mismos han fijado y que en la incómoda tesitura de un contratiempo electoral no saben cómo eludir sin quedar con las vergüenzas al aire. La demagogia, la banalidad interesada y la retórica simple tienen las patas muy cortas; se nota sobre todo cuando la corrupción tiene las manos muy largas.