La cruzada de trapo

ABC 13/08/16
IGNACIO CAMACHO
· Los defensores del burka playero deberían preguntar a sus madres lo que les costó ponerse bikini… y quitárselo

QUIÉN les iba a decir a las pioneras del bikini y el topless, literales batallones de cabeza de playa en el desembarco de la desnudez como símbolo anatómico de la libertad, que medio siglo después de su atrevida conquista el debate social y legal en las costas europeas giraría en torno al derecho de las mujeres a bañarse con ropa. O más exactamente con toda la ropa, cubiertas del cabello a los pies según la costumbre integrista musulmana. El

burkini. Que en propiedad no es una prenda sino todo un vestuario: el que el islamismo impone para invisibilizar el cuerpo femenino y ocultar no ya la piel de la mujer sino su existencia misma. Mientras sus desacomplejadas parejas masculinas tuestan al sol su torso, sus brazos y su pataje. Las criaturitas.

Ha sido en Cannes, cuyo Paseo Marítimo ha visto desfilar en cueros a tantas starlettes, donde un alcalde republicano del partido de Sarkozy se ha atrevido, no sin remilgos, a prohibir esa especie de cárcel de tela. Sólo en la playa; a la calle no ha llegado. Lo ha hecho con circunloquios, eufemismos y perífrasis ordenancistas, pero lo ha hecho. En nombre de la solemne laicidad oficial del Estado francés, excesivo casuismo leguleyo; podía y debía haberse acogido a la simple normalidad cultural y al sagrado principio de igualdad de géneros. Y por supuesto le han caído encima las brigadas de la corrección política y el multiculturalismo. Ya saben: la letanía habitual sobre la islamofobia, las actitudes represoras y el fomento de la exclusión. Hasta de reclutar yihadistas le han acusado, a pocos kilómetros de esa doliente Niza cuyas olas no han barrido aún las lágrimas de dolor de las víctimas.

He aquí la paradoja de una sedicente izquierda cuyos remordidos prejuicios antioccidentales involucionan hacia al puritanismo que combatieron sus mayores. La incongruencia de un progresismo capaz de defender la castración visual de las mujeres en nombre de unos supuestos principios de integración que sus beneficiarios no respetan. Una actitud doctrinaria que se siente culpable de la superioridad de su propia cultura, después de haber luchado por establecerla. Como siempre con la complicidad silenciosa de un feminismo tan cegado ideológicamente que todavía no ha identificado a su principal enemigo.

Toda esa gente debería preguntar a sus madres. No era fácil ponerse un bikini, y mucho menos quitárselo, en los años cincuenta y sesenta. Lo hicieron, a despecho literal de los estigmas de la época, no tanto por exhibir su cuerpo como por reivindicar su autonomía individual. Era una pequeña gran revolución: generacional, sexual, moral, social. Un acto de rebeldía, una proclama emancipadora, una declaración de independencia. Justo la que viene a abolir esa cruzada de trapo que sojuzga a la mujer y la vuelve a ocultar de la mirada como si se tratase de una propiedad y, por añadidura, de un pecado.