La cuestión catalana

ABC 21/12/13
JUAN MANUEL DE PRADA

· Con declaraciones como éstas, Prat de la Riba sería hogaño considerado un peligroso españolista

EN marzo de 1906, mientras se discutía en el Congreso la llamada Ley de Jurisdicciones, que habría de conceder a los tribunales militares jurisdicción para juzgar las ofensas inferidas a la unidad de la patria y al ejército, ABC enviaba a Azorín a Barcelona. La ley en ciernes fue interpretada en Cataluña como una agresión insufrible; y así fue como, entre los más diversos sectores del catalanismo, se formó una suerte de frente común. Azorín se tiró varias semanas publicando entrevistas que, leídas hoy, nos explican el fondo siempre idéntico de la «cuestión catalana», que no es otro sino una versión sangrante de la célebre paradoja de Zenón: por mucho que el Aquiles estatal se esfuerce en alcanzar a la tortuga catalana, ésta siempre habrá avanzado un poco más en sus negaciones de pertenencia a España. Entiéndase que empleo «Aquiles» y «tortuga» sin intención de caracterizar a ninguna de las partes; pues, dejando aparte la paradoja de Zenón, quien merecería el epíteto homérico de «alígera» es más bien Cataluña, frente a España, que aquí, como en tantas otras cosas, se desempeña como un quelonio.
Las entrevistas de esta expedición barcelonesa son mesuradas, siempre afables y maravillosamente escritas, llenas de observaciones de pequeño filósofo y gran espeleólogo de almas; en definitiva, vestigios de un periodismo que ya ha dejado de existir, lleno de cultura, caballerosidad, delicadeza y vibración poética. En una de las entrevistas más eminentes, Azorín entrevista a Prat de la Riba, gran prohombre del nacionalismo, que al año siguiente se convertiría en presidente de la Diputación de Barcelona y fundaría el Instituto de Estudios Catalanes. Dice Prat de la Riba:
   —El hecho de la pluralidad de nacionalidades dentro de España es un hecho primario, fundamental, que no está ya en los medios de nadie destruir ni modificar. Se impone a unos y otros, a gobernantes y gobernados, de ésta o de otra región, como un hecho superior a opiniones y deseos, a lamentos y aspiraciones. Con igual vigor, con igual fuerza irresistible, se impone el hecho de la unidad política de España. Afinidades de civilización, vecindad territorial, vínculos de interés establecidos durante cuatro siglos de convivencia obligan a las diferentes nacionalidades españolas a mantener su unión dentro del mismo Estado. (…) Imposición de estos hechos es la aspiración a dar a España una constitución en que el elemento de la pluralidad de pueblos y el de la unidad de convivencia tengan su representación. Nada pues, de imposiciones, de unitarismo violento, de opresión; nada de empeñarse en marchar contra la naturaleza, contra la realidad, contra la voluntad de las nacionalidades. Pero nada, tampoco, de despedazar España en pequeños Estados. Hacerla más grande aún, más fuerte, redimirla de su abatimiento, enriquecerla, levantarla al nivel de los grandes pueblos, infundir en ese mísero estado de tercer orden que es hoy alientos de gran potencia y medios para serlo, este es el ideal, la aspiración y la voluntad de Cataluña.
Con declaraciones como éstas, Prat de la Riba sería hogaño considerado un peligroso españolista. Y es que el nacionalismo catalán ha querido dejar siempre chiquitas las aspiraciones de sus predecesores, en su afán por emular la paradoja de Aquiles y la tortuga, hasta llegar al abismo ante el que ahora nos asomamos. O quizá ocurra, simplemente, que –como nos recordaba Donoso– una negación llama infaliblemente a la siguiente, como un abismo llama a otro abismo; y más allá de la negación última no hay nada sino tinieblas, que es el destino de las naciones en las que el tira y afloja político copia la paradoja de Zenón de Elea.