La democracia atacada

JOSU DE MIGUEL BÁRCENA, EL CORREO – 15/01/15

· Cuando el terrorismo golpea a las sociedades democráticas, el valor esencial que hay que reivindicar es el monopolio del Estado para resolver los conflictos.

El cruel atentado contra la revista satírica francesa ‘Charlie Hebdo’ nos ha recordado de nuevo lo débiles que son los pilares sobre los que se asientan las democracias occidentales. No es casualidad, en este sentido, que Francia se haya convertido, progresivamente, en uno de los objetivos preferidos de los terroristas islámicos. No estamos pensando en la típica vulgata colonial o imperialista, que termina aplicándose a todo y no explicando nada, sino en la difícil solución que encuentra en las sociedades secularizadas, el intento de subordinación del principio de la laicidad a los hechos religiosos.

La religión siempre pone a prueba la democracia, en la medida en que ésta es el resultado de un proceso de racionalización histórica, de desencantamiento del mundo, que diría Weber. Muchos son los que señalan que los ideales republicanos de gobierno, levantados en torno a la igualdad, libertad y fraternidad, han fracasado a la hora de sustituir al fenómeno religioso a la hora de dar sentido a la vida de los ciudadanos. En el caso de los hermanos Kouachi, esta afirmación parecería desde luego correcta.

Sin embargo, no es menos cierto que particularmente Francia, es la más clara demostración de que la consolidación de la cultura democrática a lo largo de los siglos, no admite fácilmente la incorporación natural de costumbres que chocan contra algunas instituciones propias de la modernidad. Como ya se sabe, el Parlamento del país vecino decidió prohibir la exhibición de símbolos religiosos en las escuelas y el uso del velo integral en la calle, provocando gran desconcierto entre medios e intelectuales de corte liberal. Como relata un resignado Finkielkraut en su último libro, todas estas medidas han resultado superficiales e ineficaces, fundamentalmente porque el multiculturalismo ha impuesto en Francia y otros países europeos un culto por el respeto grupal, que impide la identificación de la jerarquía de valores que debe presidir la religión política democrática.

En cierta forma, el asunto de ‘Charlie Hebdo’ y las caricaturas de Mahoma siempre estuvo relegado a un segundo plano, desplazado por el debate sobre el espacio público y las prácticas religiosas. Sin embargo, hoy ya sabemos que era central y toca recordar la triste carta que Zapatero y Erdogan firmaron conjuntamente en 2006, en la que señalaban que la publicación de las caricaturas podía «ser perfectamente legal», pero no era «indiferente y, por tanto, debería ser rechazada desde un punto de vista moral y político». Nadie duda de las buenas intenciones de los impulsores de la Alianza de Civilizaciones; sin embargo, vista en perspectiva, aquella declaración solo demuestra el malentendido en el que se encuentran inmersas algunas sociedades europeas, dispuestas a admitir que hay moralidades que pueden competir y desplazar a la legitimidad democrática.

No son pocos, en este sentido, los que a la vez que han reivindicado con determinación la libertad de expresión tras el atentado yihadista en París, han apuntado la necesidad de negociar formas de autocontención en el ejercicio de la misma, sobre todo cuando se trata de los sentimientos religiosos. Sin embargo, en nuestros sistemas constitucionales, el ejercicio de las libertades comunicativas ya está limitado por otros bienes y derechos fundamentales, como es el caso del sentimiento religioso. Resulta habitual que dentro de nuestras opiniones públicas se discuta sobre la amplitud de esos límites y su concordancia con el espíritu liberal y democrático, pero cuando existe un choque entre derechos e intereses, la resolución encuentra un cauce jurídico de acuerdo a los estándares de protección creados a nivel nacional e internacional. Ahí está el caso Soulas de julio de 2008, cuando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos determinó que el contenido de un libro sobre los efectos de la inmigración de origen islámico suponía una incitación al odio penalmente sancionable.

Convendría, por tanto, aclarar que cuando los fenómenos de terrorismo golpean a las sociedades democráticas, el valor esencial que hay que reivindicar es el del monopolio del Estado para resolver los conflictos. Este monopolio implica la articulación de un sistema por el cual, todo aquél que se sienta ofendido por una blasfemia o insulto, tenga instrumentos jurídicos para satisfacer su honor. La aceptación de esta realidad supone rechazar frontalmente toda forma de violencia privada que implique aplicar la justicia por su propia mano. Por lo tanto, los debates sobre los límites de la libertad de expresión e información cuando se habla de terrorismo suponen en cierta forma un acercamiento estéril al problema, porque lo que está en juego no son las garantías constitucionales del régimen comunicativo o artístico, sino la exclusividad del Estado y sus mecanismos institucionales para resolver las disputas sociales e individuales que puedan ir apareciendo.

Pero reconocer que en este caso no es el poder público quien realiza la agresión a nuestro conjunto de libertades no implica que aquél deba reaccionar con medidas excepcionales e indiscriminadas que restrinjan los derechos del conjunto de los ciudadanos. Pocos han destacado, en este sentido, que Europa haya construido un espacio de libertad económica sin fronteras sin un sistema de seguridad federal que evite descoordinaciones en materia policial. Aunque peor es seguir pensando que con los terroristas se puede establecer un diálogo intelectual sobre los límites de la democracia.

JOSU DE MIGUEL BÁRCENA, EL CORREO – 15/01/15